ENTROPÍA, EVOLUCIÓN E INFORMACIÓN: UN VIAJE POR EL COSMOS Y LA VIDA.
Tres conceptos permiten construir una narrativa poderosa y coherente del devenir del cosmos, de su viaje hacia la vida y la conciencia, desde los primeros instantes del universo hasta la complejidad de un ser humano. Estos conceptos son: entropía, evolución e información.
El universo y la flecha del tiempo: la entropía y el orden improbable
Todo comenzó hace unos 13.800 millones de años con el Big Bang. En ese misterioso momento inicial, el universo era extremadamente denso, caliente y ordenado. Desde entonces, ha estado expandiéndose y evolucionando hacia estados de mayor entropía, un concepto asociado al desorden y que, más precisamente, indica el número de microestados posibles en un sistema.
El cosmos tiene el destino sellado hacia el desorden. La entropía, una medida del caos, crece sin pausa. La materia se enfría, la energía se disipa, las estructuras se desgastan. Y sin embargo, en ese descenso inevitable hacia la muerte térmica, surgieron islas improbables de organización: galaxias, soles, planetas, seres vivos, y conciencia. De la simplicidad del Big Bang a la complejidad de la vida, el cosmos ha generado estructuras capaces de almacenar, procesar y replicar información en medio del caos creciente.
En la lotería ciega de la química, algunas formas resultaron viables, pueden existir drenando energía, generando más desorden a su alrededor, canalizando la entropía. La entropía marca la “flecha del tiempo”, lo que distingue el pasado del futuro. Todo tiende a disiparse, a mezclarse, a perder estructura. Pero en esa tendencia al caos, emergen localmente sistemas que parecen ir en contra: así surgió la vida.
Evolución y la improbable aparición de la vida
La vida, solo en apariencia, desafía la entropía. Organismos que se reproducen, metabolizan y se adaptan pero no violan las leyes termodinámicas: los seres vivos aumentan la entropía global al intercambiar energía con su entorno. Lo hacen organizándose localmente, a costa de generar más desorden fuera de sí mismos. Son estructuras que capturan energía (como la luz solar o los enlaces químicos) para mantener su improbable organización. Pero no basta con la organización. Lo que define a la vida es su capacidad de cambio, de aprendizaje, de adaptación, su evolución.
La teoría de la evolución por selección natural, formulada por Darwin y completada por la genética moderna entiende que la vida cambia por la acumulación de variaciones que son seleccionadas en función de su utilidad. Este proceso, ciego y sin propósito, ha generado desde bacterias hasta humanos. La vida no fue un milagro, es una historia de ensayo y error, de mutación y descarte, donde la única regla es sobrevivir. No sobrevive el más justo, ni el más bello, ni el más fuerte. Sobrevive lo que se adapta, lo que encaja, lo que resuelve, lo que funciona, lo que consigue hacer más copias para perpetuarse durante un tiempo hasta que el mismo tiempo lo diluya.
En un universo indiferente, donde las estrellas mueren sin testigos y los átomos colisionan sin propósito, existe una ley no escrita, pero inexorable: sólo lo que funciona permanece. Todo lo demás —lo que no encaja, lo que no resiste, lo que no se adapta— se desvanece en el olvido del tiempo.
Esa es, en esencia, la selección natural. No es un diseño ni un juicio moral. No tiene intención ni compasión. Es simplemente la constatación brutal de que lo que no puede sostenerse, cae. Lo que no puede replicarse, muere. Lo que no puede leer las condiciones del entorno y responder con eficacia, es eliminado.
Desde el instante cero, el universo ha sido un campo de pruebas. Un lugar sin propósito ni dirección, donde todo lo que se genera es arrojado a la criba del tiempo. No hay juez, no hay plan. Solo la implacable y sencilla ley de la selección: lo que funciona, persiste; lo que no, desaparece.
Una célula que se reproduce sin control, es un cáncer, un virus que se reproduce eficazmente es una pandemia. Una sociedad que se expande sin piedad ocasiona una guerra y un robot que se replique sin control será un problema grave para la humanidad.
Quizá eso sea el ser humano: un intento desesperado y hermoso de persistir con dignidad en un cosmos que no promete nada. Una llama que, aun sabiendo que se apagará, arde con más intensidad. No para vencer a la entropía, sino para brillar mientras pueda.
No hay ningún gran juez. No hay tribunal. Solo el filtro del tiempo.
Y, sin embargo, en este filtro implacable, hay espacio para la ternura. Para la compasión. Para el arte. Para el gesto gratuito. Y puede que eso, precisamente eso, sea nuestra manera de funcionar: no renunciar al significado, aunque sepamos que es efímero. No huir de la fragilidad, sino abrazarla como condición de todo lo que importa.
Información: el lenguaje de la vida y del cosmos
La vida almacena instrucciones para su funcionamiento en moléculas como el ADN. Esas instrucciones no son simples estructuras físicas: son información codificada. Aquí la teoría de la información —nacida con Claude Shannon en el siglo XX— nos ofrece herramientas para entender cómo los seres vivos almacenan, copian, procesan y transmiten datos con eficiencia.
La evolución es procesamiento y transmisión de información bajo presión ambiental. El ADN no es sencillamente una molécula química: es un archivo de estrategias ganadoras en la lucha por sobrevivir, es memoria, es pasado cristalizado, es un relato sobre su paso por este universo.
Cultura, tecnología, ética: la vida en otras formas
La selección natural no se detuvo en las células. Siguió actuando en cada nueva complejidad. También las ideas y las culturas se originan, se expanden, compiten, y se adaptan o desaparecen. Las ideas que no se entienden, que no emocionan, que no cohesionan… no consiguen subsistir. Las que sí, se repiten, se cantan, se escriben, se enseñan. La historia la escriben los viables, los que dejan descendientes.
También las tecnologías mutan y se reproducen. Cada herramienta, cada máquina, es una adaptación artificial al entorno. Cuando no se usan,pasan al museo de la antigüedad. El progreso es darwiniano. No vence lo más innovador, sino lo que resuelve un problema. La rueda, el fuego, el lenguaje, el chip o Internet, todas sobrevivieron porque resolvieron problemas y se favorecieron las copias.
Incluso la ética —ese intento humano de decidir qué es lo correcto— está sujeta a selección. Los valores que destruyen sociedades acaban descartados. Los que promueven cooperación, empatía, estabilidad, se repiten, se codifican, se heredan. No porque sean “buenos” en sí, sino porque permiten la supervivencia del grupo. La justicia no brota de un mandato divino ni trascendente: brota de la necesidad de convivir sin destruirnos. Expresiones más abstractas de la misma ley: sólo lo que funciona perdura.
Así, la moral, la cultura, la tecnología… son extensiones de la vida. Son su continuación por otros medios. Las lenguas que nadie habla, los ritos que ya no emocionan, los mitos que pierden su poder explicativo… desaparecen. Y no porque alguien los condene, sino porque ya no funcionan. No cohesionan, no orientan, no sirven para navegar el presente.
La compasión, la justicia, la empatía: no se impusieron porque fueran “correctas” en un sentido trascendental, sino porque favorecieron la cooperación, la cohesión grupal, la supervivencia colectiva. Incluso nuestras nociones de bien y mal han sido filtradas por lo que funciona en términos de convivencia, de mejora de la descendencia.
Si todo está sometido al juicio del tiempo, podemos mirar con otros ojos nuestras ideas, nuestras tradiciones, nuestras certezas. Podemos dejar de venerarlas como verdades sagradas, y empezar a evaluarlas como herramientas. Preguntarnos, con lucidez y sin miedo: ¿esto todavía funciona? ¿Esto nos sirve hoy para mejorar el orden social y permitir que nuestras siguientes generaciones puedan continuar con el mínimo dolor?
La conciencia como anomalía funcional
Y entonces estamos nosotros. Animales conscientes, frágiles, asustados, capaces de preguntarse por el sentido de todo esto. Somos el producto de la selección, pero también su espejo. Sabemos que existimos y morimos, a diferencia de una piedra o un gusano. Sabemos que el tiempo desgasta y todo se acaba. Y sin embargo, insistimos. Amamos. Creamos. Luchamos. A pesar de que es un misterio la necesidad de que el cosmos se haga consciente
Esta conciencia no nos exime de la selección, pero nos permite responder a ella de un modo nuevo: con arte, con ciencia, con filosofía. Inventamos ficciones, religiones, sistemas éticos, lenguajes. Buscamos sentido incluso donde no lo hay, y en esa búsqueda, a veces lo creamos. No porque el universo lo exija, sino porque a nosotros nos funciona.
Quizá eso sea el ser humano: un intento desesperado y hermoso de persistir con dignidad en un cosmos que no promete nada. Una llama que, aun sabiendo que se apagará, arde con más intensidad y brilla intentando buscar belleza y sentido.
Esta conciencia no nos libra del filtro, pero nos permite dialogar con él. Inventamos ficciones, símbolos, dioses, arte, ciencia. Nos calman, nos explican, nos conectan, nos sirven. El sentido no está dado: lo construimos porque con él funcionamos mejor, nos replicamos con más eficiencia.
Y quizá eso sea lo más humano: funcionar gracias a lo inútil. Persistir gracias a lo efímero. Encontrar dignidad en la fragilidad, belleza en lo condenado a desaparecer.
Queremos ser eternos. Pero no hay muchos indicios de que esto sea posible Ninguna especie lo es. Ninguna cultura. Ningún sistema. Todo será arrastrado, tarde o temprano, por la marea silenciosa del universo. Mientras tanto, tenemos información codificada en nuestro sistema para intentar resistir. Aferrarse a la vida, desafiar al tiempo. Tener hijos, transmitir conocimiento, transitar durante un breve periodo de tiempo buscando un legado que dejar, unas historias que contar.
No hay consuelo absoluto en esta visión. Pero hay verdad. Y a veces, la verdad, aunque fría, tiene la forma exacta de lo que necesitamos.
La vida es una consecuencia emergente de sus propias leyes. Y aunque el destino último sea la muerte térmica —un estado de máxima entropía donde ya no habrá diferencias ni estructuras—somos unas islas de orden que piensan, sienten y se preguntan cómo ha podido la materia preguntarse por sí misma, explicarse, entenderse, encontrar un sentido. Así que vivamos como lo que somos: el resultado improbable de un proceso ciego que, sin saberlo, produjo ojos que ven, cerebros que piensan y corazones que sienten. Fragmentos de materia que buscan algo a lo que agarrarse. Aunque la posibilidad del desprendimiento sea una de las opciones.