No creo
que los relatos religiosos pertenezcan al mundo de los hechos. No creo en el
fondo dualista que todas las religiones tienen para justificar un alma que dé
sentido a la vida. Creo que es la teoría evolucionista la que mejor explica el largo
camino que ha llevado a la materia a transformarse en conciencia. Es decir, es
la ciencia, y no la religión la que explica la naturaleza humana, también la naturaleza del sentimiento religioso.
Pero no
me importa colocar un árbol de Navidad en mi comedor. No me importa escuchar
villancicos junto a mis sobrinos y mis hijos, o hacerles creer a los más
pequeños que los reyes magos les traerán unos regalos. Es una cuestión de lealtad
a mis padres, o a mi infancia, o a la memoria de unos tiempos llenos de magia. Y
no me parece mal aparcar la furia y renovar la ternura. Que las ciudades se
iluminen de manera especial. Que los seres queridos vuelvan a casa por Navidad.
Volver a recordar aquellos tiempos en los que uno se creía inmortal. Y volver
cada final de año a celebrar unas fiestas con ilusión, sabiendo que todo es una
ficción. No conozco a nadie que se haya traumatizado cuando descubrió que los
reyes son los padres, o que los trineos arrastrados por renos no vuelan. No
pasa nada si se trata de maquillar la realidad, o de perfumarla para creer por
unos días que algunos anuncios de televisión pertenecen a la realidad de la
misma manera que el portal de Belén. Es una buena ocasión para regalar,
cualquier cosa, juguetes o perfumes, afecto o amor, pero este año, yo pienso
regalar, sobretodo, TIEMPO.
Así que, querido lector. De nuevo, feliz navidad.
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