En varias entradas de este blog y en algunos
capítulos del libro “Tiempo, memoria y
libre albedrío” traté el tema de la paternidad desde el punto de vista
evolutivo. Conviene retomarlo de nuevo.
Desde que los Australopitecos adoptaron una
posición bípeda, fueron varias circunstancias especiales las que marcaron el desarrollo
evolutivo del género Homo. El hecho
de tener el canal del parto tan estrecho para un volumen craneal tan grande
obligó a las madres a parir crías inmaduras necesitadas de largos períodos de
aprendizaje. Las madres, que pronto destetan para estar preparadas para un nuevo
embarazo, requerirían cada vez más ayuda para la crianza de unos hijos con
grandes cerebros y altas necesidades alimentarias y educativas. Esta
vulnerabilidad debió ser una amenaza para los Homo sapiens de hace medio millón de años y condujo a una solución
rara entre los mamíferos: el padre, con un interés genético evidente, se
implicó en cooperar con la madre para preparar a sus descendientes para la
supervivencia. Los vínculos de pareja se desarrollaron y fortalecieron, al
menos durante el tiempo que dura la crianza, y el padre tuvo que ser el primer
maestro para sus hijos, a costa de renunciar a nuevas conquistas sexuales. Pese
al conflicto de intereses, el rol del padre se convirtió en un elemento clave
que complementó al de la madre.
En esta línea, la antropóloga Anna Machín, ha
publicado recientemente un excelente artículo La maravilla del papa humano que resume las ideas de su nuevo libro
La vida de papá. La forja del padre
moderno. La idea central puede ser especialmente relevante en la
actualidad: la paternidad es uno de los principales rasgos distintivos de la
naturaleza humana.
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