Hubo una primera vez que tuve la sensación de
acceder a un paisaje enorme, a un espacio puro, abierto e inconmensurable. En
el fondo de mi memoria todavía están los recuerdos de muchas primeras veces.
La primera vez que cogí de la mano a una novia
adolescente en la oscuridad de una sala de cine, y sus primeras caricias. Aquel
primer beso robado en un ascensor. La primera vez que lloré al ver una de
mis películas preferidas. El primer
abrazo a mis padres tras una larga ausencia. Mi primer viaje cruzando el mar en
busca de la mujer ideal y el entusiasmo ante cualquier viaje donde creí que
allí empezaría todo. La primera vez que escuché aquella canción que tantas
veces me haría temblar de gusto. El
primer contacto con los labios de una mujer guapa y deseada. La primera noche,
cualquier primera noche. Aquel primer baile provocador dedicado a mí con una
mirada inequívoca. La primera página de un libro prometedor. La primera vez que les vi la piel rosada y los ojos a mis
hijos, o la primera vez que les vi caminar.
Disfruté de estos placeres con una inocencia
excitante precedida por la ignorancia necesaria para que la imaginación volara
sin límites. Puede ser que los instantes de felicidad haya que buscarlos en esos momentos de inocencia y de
ignorancia, en la casilla de salida de cualquier juego con grandes expectativas de disfrutarlo.
Ahora, sentado en una terraza junto al mar,
espero el primer trago de una cerveza y el primer bocado de un exquisito arroz
mediterráneo. No está mal. Aunque no es lo mismo.
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