Día 16 de abril. Día 34 de confinamiento.
Continúan cayendo los días. Se habla de
geolocalización a través de los móviles cuando nos volvamos a desplazar por el
exterior. Se intentará conocer las vías de contagio. Hay quien se queja. En
realidad, ahora estamos encerrados en casa, y cualquier sitio al que vayamos
desde internet puede ser capturado, contabilizado y tratado como un dato más
del que disponen para conocernos mejor. Se habla de control de los individuos
por parte del Estado. Cualquier cosa que yo haga con este teclado, cualquier
página a la que acuda desde la silla en la que estoy sentado puede ser
computarizado y pasado por un algoritmo y adivinará muchas cosas sobre mis
gustos al consumir, también sobre mi personalidad, mi inteligencia o mis
valores morales.
Pero de momento, en estos días de reposo casero
encuentro tiempo para escuchar tranquilamente mi música de siempre, y no hay
forma de que ningún algoritmo calcule por qué
con cada canción salga un torrente bioquímico en mi cerebro que me lleva
a tiempos y lugares que son parte de mi yo
más profundo. Últimamente viajo con el pop de hace algunos años: Morrisey, James, Keane y alguno más. Solo yo sé por qué estos. Y nadie más sería
capaz de situar el paisaje sentimental donde se sitúan los acordes de cada
canción que escucho mientras unos suaves rayos de sol de primavera reposan con
quietud sobre mi piel. Son secretos guardados en misteriosos e inexpugnables
rincones de mi cerebro. Esta privacidad es infranqueable, de momento.
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