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domingo, 22 de junio de 2025

EL ESPEJISMO HUMANO


En el vasto reino animal no hay paz, solo pulsos de vida devorándose, lucha por conseguir alimentos a partir de otros seres vivos causando dolor y muerte. No hay justicia en los dientes que desgarran, en el hambre que guía los pasos del depredador ni en la presa que se esconde.

La vida para un animal es un instante feroz entre el nacer y el morir, un vaivén de alientos prestados y cuerpos vencidos.

Pero el ser humano, ese primate consciente, alzó templos en el aire y palabras en el viento. Inventó el alma, la eternidad, el derecho a ser feliz. Se creyó distinto, redimido por la cultura e imaginó un mundo justo donde habitar sin miedo, donde la dicha fuera una promesa a su alcance. 

Así, los hijos del siglo XX, después de dos devastadoras guerras, crecieron rodeados de espejismos, bañados en promesas de plenitud, en anuncios que vendían paraísos, en cuentos donde la felicidad era un destino, no una fugaz conjunción de calma y sentido.

Pero el mundo no cambió su rostro por nuestras ilusiones y nuestras lágrimas. La naturaleza, indiferente, sigue dictando sus leyes, insensible a nuestros sueños. El humano se descubre a sí mismo como un animal que piensa, consciente de su paso breve y sin propósito, atormentado por el vacío que deja la promesa incumplida de una dicha que nunca existió y de una felicidad que nunca estuvo garantizada.

En un mundo que no prometió nada y al que nada le importa, el humano, continúa buscando una razón para quedarse en él. Así carga su conciencia: con desasosiego, con preguntas sin respuesta, con el dolor de saberse único en su anhelo, y sin embargo, igual a todos los seres: transitorio, frágil, y mortal

jueves, 19 de junio de 2025

La herencia del simio. Intro.

 Preste atención a la celebración de un gol por parte de un grupo de hinchas con la cara pintada, o a un grupo de jóvenes bailando en una “rave” o en un concierto de rock con su cerebro repleto de adrenalina y otras sustancias. Observe a  unos adolescentes pavoneándose delante de un grupo de hermbras en busca de sexo cualquier sábado en cualquier fiesta. Fíjese en una pelea entre machos alfa después de una absurda discusión por una cuestión de tráfico. Mire a una madre quitando piojos a su hijo o a un hijo cogiendo la mano de su padre. Sienta envidia cuando ve a un quinceañero acariciando a su novia. Hágalo como si estuviera viendo un documental sobre una especie de primates compleja pero previsiblemente animal. Vea un documental sobre la odisea de la especie humana y entenderá mejor el mundo que le rodea. 

Esa mirada etológica, evolucionista y desapasionada sobre el ser humano es tremendamente reveladora. Al observarnos como un grupo más de primates —con nuestros rituales de apareamiento, afiliación grupal, jerarquía, territorialidad y mecanismos de recompensa— se deshace la ilusión de que somos seres racionales por encima de la naturaleza. 

Observar al ser humano desde fuera —como etólogos estudiando una colonia de chimpancés — permite una revelación incómoda pero liberadora: seguimos siendo monos. Monos complejos, verbales, simbólicos, con historia y cultura. Pero al fin y al cabo, monos sociales con circuitos cerebrales diseñados para sobrevivir en grupo, reproducirse con éxito y mantener un lugar en la jerarquía tribal.

Todo lo que hacemos —bailar, pelear, besar, escribir, cantar, filosofar— está atravesado por impulsos que nacieron en la sabana africana y evolucionaron durante millones de años. No somos ajenos a la naturaleza: somos naturaleza expresada en formas sofisticadas.
 Entender que somos animales no nos rebaja, no nos condena: nos permite ver con claridad, asumir nuestros límites, y —quizás— construir culturas más conscientes de sus raíces.

Aceptar que el libre albedrío es una ilusión, que la moral es una construcción emergente, y que la racionalidad es una herramienta adaptativa, nos coloca en una posición mucho más honesta: la de un animal que, por un extraño giro evolutivo, es capaz de observarse a sí mismo.

Y ese gesto, ese espejo, nos humaniza en profundidad, porque nos recuerda que, antes que dioses o ángeles caídos, somos simplemente monos que piensan. Y al pensarnos, quizás podamos comportarnos un poco mejor.

La autoconciencia que tanto nos enorgullece, puede verse como una construcción de un relato posterior, un barniz narrativo que justifica lo que ya estaba determinado por impulsos más básicos. Claro, no todo es biológico, no todo es material. Claro. La conducta humana es muy compleja, pero determinada a la manera en que lo explica Sapolsky, y depende de muchos factores. Y claro que ante cualquier tendencia evolutiva generalizada pueden encontrarse excepciones. Todas las que ustedes quieran. .

Imagina que observas a un grupo de monos desde lo alto de una colina. No cualquier grupo: uno extraño. Llevan ropa, gritan en estadios, componen canciones, construyen catedrales, lanzan bombas, rezan a seres invisibles, enseñan matemáticas y se angustian por el sentido de la vida. Pero si los miras con la calma de un etólogo —como si filmaras un documental de primates—, empiezas a ver lo esencial: siguen siendo animales. Solo que animales con lenguaje, con símbolos, con una mente tan desarrollada que puede incluso autodestruirse. Este libro es un intento de mirar al Homo sapiens con esa distancia: como un primate simbólico, gregario, sexual, territorial, con un cerebro desbordado por su propia complejidad. El hecho singular es que se trata de un un mono, puede que el último mono, que reflexiona sobre cómo hemos llegado hasta aquí, y por qué somos como somos.

Personalmente, no estoy investigando nada, no estoy estudiando nada, y ni siquiera soy filósofo, tan solo reflexiono desde la soledad a partir de lo que leo y veo, con humildad y sin saber muy bien para qué. El pensar me viene solo, la razón de escribir mis pensamientos es un misterio; posiblemente para que mis hijos hereden ideas además de patrimonio . 

Y si alguien se siente ofendido con alguna idea es que no me ha entendido bien. Las ideas no deberían ofender. 


lunes, 2 de junio de 2025

Determinado

 La conducta humana obedece a las leyes físicas igual que lo hace una tormenta. Todo está determinado. 

GUERRA (I)

 Guerra: del clan a la geopolítica, el rastro de una pulsión tribal


1.- Sublimación de la agresión

Desde su origen evolutivo, los animales escogieron la estrategia de matar para conseguir energía. Las plantas no hacen más que esperar a que les dé el sol para realizar la fotosíntesis, los hongos esperan a que haya materia orgánica para descomponer; los animales no esperan; desarrollaron un estómago interno para digerir alimentos, y necesitaron músculos y neuronas para conseguirlos de manera activa. Todos los animales son respiradores que se alimentan de otros seres vivos. No puede haber paz entre los lobos y los corderos. Un conejo solo tiene la opción de correr con habilidad para evitar ser comido. Los animales ingieren activamente presas pluricelulares; cazan para matar vida y obtener energía, cuestión de supervivencia. La paz en el planeta terminó con la llegada de los animales (por ser respiradores aeróbicos). Con cada innovación defensiva de las presas para evitar la muerte se originaba otra innovación ofensiva que la contrarrestara por parte del depredador dando lugar a la primera carrera armamentista del planeta. Este torbellino evolutivo dio lugar a una diversificación masiva de seres vivos con diferentes estructuras y estilos de atacar y evitar ser atacado. La complejidad fue en aumento buscando estrategias para sobrevivir en unas condiciones de mucha presión evolutiva, cada uno a su manera, hasta llegar a nuestra especie. La guerra es el escenario donde el mono humano se despoja de sus capas civilizadas y expone con más crudeza su biología tribal. A lo largo de la historia —y antes de ella— la guerra ha sido una constante en grupos humanos. Lejos de ser un “fallo cultural”, muchos primatólogos y antropólogos sostienen que la guerra es una prolongación natural del tribalismo evolutivo. Los chimpancés —nuestros parientes más cercanos— también hacen guerras: grupos de machos organizan ataques a miembros de tribus vecinas, en busca de territorio, hembras o dominación.


martes, 13 de mayo de 2025

CONDICIÓN DE PRIMATE

 Preste atención a la celebración de un gol por parte de un grupo de hinchas con la cara pintada, o a un grupo de jóvenes bailando en una “rave” o en un concierto de rock con su cerebro repleto de adrenalina y otras sustancias. Observe a  unos adolescentes pavoneándose delante de un grupo de hermbras en busca de sexo cualquier sábado en cualquier fiesta. Fíjese en una pelea entre machos alfa después de una absurda discusión por una cuestión de tráfico. Mire a una madre quitando piojos a su hijo o a un hijo cogiendo la mano de su padre. Sienta envidia cuando ve a un quinceañero acariciando a su novia. Hágalo como si estuviera viendo un documental sobre una especie de primates compleja pero previsiblemente animal. Vea un documental sobre la odisea de la especie humana y entenderá mejor el mundo que le rodea. 

Esa mirada etológica y desapasionada sobre el ser humano es tremendamente reveladora. Al observarnos como un grupo más de primates —con nuestros rituales de apareamiento, afiliación grupal, jerarquía, territorialidad y mecanismos de recompensa— se deshace la ilusión de que somos seres racionales por encima de la naturaleza. 

Observar al ser humano desde fuera —como etólogos estudiando una colonia de chimpancés — permite una revelación incómoda pero liberadora: seguimos siendo monos. Monos complejos, verbales, simbólicos, con historia y arte, sí. Pero al fin y al cabo, monos con circuitos cerebrales diseñados para sobrevivir en grupo, reproducirse con éxito y mantener un lugar en la jerarquía tribal.

Todo lo que hacemos —bailar, pelear, besar, escribir, cantar, filosofar— está atravesado por impulsos que nacieron en la sabana africana y evolucionaron durante millones de años de evolución. No somos ajenos a la naturaleza: somos naturaleza expresada en formas sofisticadas.
 Entender que somos animales no nos rebaja, no nos condena: nos permite ver con claridad, asumir nuestros límites, y —quizás— construir culturas más conscientes de sus raíces.

Aceptar que el libre albedrío es una ilusión, que la moral es una construcción emergente, y que la racionalidad es una herramienta adaptativa, nos coloca en una posición mucho más honesta: la de un animal que, por un extraño giro evolutivo, es capaz de observarse a sí mismo.

Y ese gesto, ese espejo, nos humaniza en profundidad, porque nos recuerda que, antes que dioses o ángeles caídos, somos simplemente monos que piensan. Y al pensarnos, quizás podamos comportarnos un poco mejor.

La autoconciencia que tanto nos enorgullece, puede verse como una construcción de un relato posterior, un barniz narrativo que justifica lo que ya estaba determinado por impulsos más básicos. Claro, no todo es biológico, no todo es material. Claro. La conducta humana es muy compleja pero determinada a la manera en que lo explica Sapolsky y depende de muchos factores y ante cualquier tendencia evolutiva generalizada pueden encontrarse excepciones. Todas las que ustedes quieran. 

Pueden hacerse reflexiones desde diferentes puntos de vista. Yo lo voy hacer como si estuviera viendo a un mono, a un animal. Y no quiero hablar sobre asuntos muy sórdidos donde podríamos ver a la bestia salvaje que, en determinadas circunstancias, algunos llevan dentro.

Imagina que observas a un grupo de monos desde lo alto de una colina. No cualquier grupo: uno extraño. Llevan ropa, gritan en estadios, componen canciones, construyen catedrales, lanzan bombas, rezan a seres invisibles, enseñan matemáticas y se angustian por el sentido de la vida. Pero si los miras con la calma de un etólogo —como si filmaras un documental de primates—, empiezas a ver lo esencial: siguen siendo animales. Solo que animales con lenguaje, con símbolos, con una mente tan desarrollada que puede incluso autodestruirse. Este artículo es un intento de mirar al Homo sapiens con esa distancia: como un primate simbólico, gregario, sexual, territorial, con un cerebro desbordado por su propia complejidad.


No estoy investigando nada, no estoy estudiando nada, y ni siquiera soy filósofo, tan solo reflexiono desde la soledad y la humildad sin saber muy bien para qué. El pensar me viene solo, la razón de escribir mis pensamientos es un misterio; posiblemente para que mis hijos hereden ideas además de patrimonio . Simplemente soy un mono con la condición de primate que intenta observar la conducta humana para intentar entenderla.  Y si alguien se siente ofendido en alguna idea es que no me ha entendido bien. 


miércoles, 23 de abril de 2025

UN VIAJE POR EL COSMOS Y LA VIDA



ENTROPÍA, EVOLUCIÓN E INFORMACIÓN: UN VIAJE POR EL COSMOS Y LA VIDA.



Tres conceptos permiten construir una narrativa poderosa y coherente del devenir del cosmos, de su viaje hacia la vida y la conciencia, desde los primeros instantes del universo hasta la complejidad de un ser humano. Estos conceptos son: entropía, evolución e información.

El universo y la flecha del tiempo: la entropía y el orden improbable 

Todo comenzó hace unos 13.800 millones de años con el Big Bang. En ese misterioso momento inicial, el universo era extremadamente denso, caliente y ordenado. Desde entonces, ha estado expandiéndose y evolucionando hacia estados de mayor entropía, un concepto asociado al desorden y que, más precisamente, indica el número de microestados posibles en un sistema.

El cosmos tiene el destino sellado hacia el desorden. La entropía, una medida del caos, crece sin pausa. La materia se enfría, la energía se disipa, las estructuras se desgastan. Y sin embargo, en ese descenso inevitable hacia la muerte térmica, surgieron islas improbables de organización: galaxias, soles, planetas, seres vivos, y conciencia. De la simplicidad del Big Bang a la complejidad de la vida, el cosmos ha generado estructuras capaces de almacenar, procesar y replicar información en medio del caos creciente.

 En la lotería ciega de la química, algunas formas resultaron viables, pueden existir drenando energía, generando más desorden a su alrededor, canalizando la entropía. La entropía marca la “flecha del tiempo”, lo que distingue el pasado del futuro. Todo tiende a disiparse, a mezclarse, a perder estructura. Pero en esa tendencia al caos, emergen localmente sistemas que parecen ir en contra: así surgió la vida. 


Evolución y la improbable aparición de la vida

La vida, solo en apariencia, desafía la entropía. Organismos que se reproducen, metabolizan y se adaptan pero no violan las leyes termodinámicas: los seres vivos aumentan la entropía global al intercambiar energía con su entorno. Lo hacen organizándose localmente, a costa de generar más desorden fuera de sí mismos. Son estructuras que capturan energía (como la luz solar o los enlaces químicos) para mantener su improbable organización. Pero no basta con la organización. Lo que define a la vida es su capacidad de cambio, de aprendizaje, de adaptación, su evolución.

La teoría de la evolución por selección natural, formulada por Darwin  y completada por la genética moderna entiende que la vida cambia por la acumulación de variaciones que son seleccionadas en función de su utilidad. Este proceso, ciego y sin propósito, ha generado desde bacterias hasta humanos. La vida no fue un milagro, es una historia de ensayo y error, de mutación y descarte, donde la única regla es sobrevivir. No sobrevive el más justo, ni el más bello, ni el más fuerte. Sobrevive lo que se adapta, lo que encaja, lo que resuelve, lo que funciona, lo que consigue hacer más copias para perpetuarse durante un tiempo hasta que el mismo tiempo lo diluya.

En un universo indiferente, donde las estrellas mueren sin testigos y los átomos colisionan sin propósito, existe una ley no escrita, pero inexorable: sólo lo que funciona permanece. Todo lo demás —lo que no encaja, lo que no resiste, lo que no se adapta— se desvanece en el olvido del tiempo.

Esa es, en esencia, la selección natural. No es un diseño ni un juicio moral. No tiene intención ni compasión. Es simplemente la constatación brutal de que lo que no puede sostenerse, cae. Lo que no puede replicarse, muere. Lo que no puede leer las condiciones del entorno y responder con eficacia, es eliminado.

Desde el instante cero, el universo ha sido un campo de pruebas. Un lugar sin propósito ni dirección, donde todo lo que se genera es arrojado a la criba del tiempo. No hay juez, no hay plan. Solo la implacable y sencilla ley de la selección: lo que funciona, persiste; lo que no, desaparece.

Una célula que se reproduce sin control, es un cáncer, un virus que se reproduce  eficazmente es una pandemia. Una sociedad que se expande sin piedad ocasiona una guerra y un robot que se replique sin control será un problema grave para la humanidad. 

Quizá eso sea el ser humano: un intento desesperado y hermoso de persistir con dignidad en un cosmos que no promete nada. Una llama que, aun sabiendo que se apagará, arde con más intensidad. No para vencer a la entropía, sino para brillar mientras pueda.

No hay ningún gran juez. No hay tribunal. Solo el filtro del tiempo.

Y, sin embargo, en este filtro implacable, hay espacio para la ternura. Para la compasión. Para el arte. Para el gesto gratuito. Y puede que eso, precisamente eso, sea nuestra manera de funcionar: no renunciar al significado, aunque sepamos que es efímero. No huir de la fragilidad, sino abrazarla como condición de todo lo que importa.

Información: el lenguaje de la vida y del cosmos

La vida almacena instrucciones para su funcionamiento en moléculas como el ADN. Esas instrucciones no son simples estructuras físicas: son información codificada. Aquí la teoría de la información —nacida con Claude Shannon en el siglo XX— nos ofrece herramientas para entender cómo los seres vivos almacenan, copian, procesan y transmiten datos con eficiencia.

La evolución es procesamiento y transmisión de información bajo presión ambiental. El ADN no es sencillamente una molécula química: es un archivo de estrategias ganadoras en la lucha por sobrevivir, es memoria, es pasado cristalizado, es un relato sobre su paso por este universo.


Cultura, tecnología, ética: la vida en otras formas

La selección natural no se detuvo en las células. Siguió actuando en cada nueva complejidad. También las ideas y las culturas se originan, se expanden, compiten, y se adaptan o desaparecen. Las ideas que no se entienden, que no emocionan, que no cohesionan… no consiguen subsistir. Las que sí, se repiten, se cantan, se escriben, se enseñan. La historia la escriben los viables, los que dejan descendientes. 

También las tecnologías mutan y se reproducen. Cada herramienta, cada máquina, es una adaptación artificial al entorno. Cuando no se usan,pasan al museo de la antigüedad. El progreso es darwiniano. No vence lo más innovador, sino lo que resuelve un problema. La rueda, el fuego, el lenguaje, el chip o Internet, todas sobrevivieron porque resolvieron problemas y se favorecieron las copias. 

Incluso la ética —ese intento humano de decidir qué es lo correcto— está sujeta a selección. Los valores que destruyen sociedades acaban descartados. Los que promueven cooperación, empatía, estabilidad, se repiten, se codifican, se heredan. No porque sean “buenos” en sí, sino porque permiten la supervivencia del grupo. La justicia no brota de un mandato divino ni trascendente: brota de la necesidad de convivir sin destruirnos. Expresiones más abstractas de la misma ley: sólo lo que funciona perdura.

Así, la moral, la cultura, la tecnología… son extensiones de la vida. Son su continuación por otros medios. Las lenguas que nadie habla, los ritos que ya no emocionan, los mitos que pierden su poder explicativo… desaparecen. Y no porque alguien los condene, sino porque ya no funcionan. No cohesionan, no orientan, no sirven para navegar el presente.

La compasión, la justicia, la empatía: no se impusieron porque fueran “correctas” en un sentido trascendental, sino porque favorecieron la cooperación, la cohesión grupal, la supervivencia colectiva. Incluso nuestras nociones de bien y mal han sido filtradas por lo que funciona en términos de convivencia, de mejora de la descendencia. 

Si todo está sometido al juicio del tiempo, podemos mirar con otros ojos nuestras ideas, nuestras tradiciones, nuestras certezas. Podemos dejar de venerarlas como verdades sagradas, y empezar a evaluarlas como herramientas. Preguntarnos, con lucidez y sin miedo: ¿esto todavía funciona? ¿Esto nos sirve hoy para mejorar el orden social y permitir que nuestras siguientes generaciones puedan continuar con el mínimo dolor?

 La conciencia como anomalía funcional

Y entonces estamos nosotros. Animales conscientes, frágiles, asustados, capaces de preguntarse por el sentido de todo esto. Somos el producto de la selección, pero también su espejo. Sabemos que existimos y morimos, a diferencia de una piedra o un gusano. Sabemos que el tiempo desgasta y todo se acaba. Y sin embargo, insistimos. Amamos. Creamos. Luchamos. A pesar de que es un misterio la necesidad de que el cosmos se haga consciente 

Esta conciencia no nos exime de la selección, pero nos permite responder a ella de un modo nuevo: con arte, con ciencia, con filosofía. Inventamos ficciones, religiones, sistemas éticos, lenguajes. Buscamos sentido incluso donde no lo hay, y en esa búsqueda, a veces lo creamos. No porque el universo lo exija, sino porque a nosotros nos funciona.

Quizá eso sea el ser humano: un intento desesperado y hermoso de persistir con dignidad en un cosmos que no promete nada. Una llama que, aun sabiendo que se apagará, arde con más intensidad y brilla intentando buscar belleza y sentido.

Esta conciencia no nos libra del filtro, pero nos permite dialogar con él. Inventamos ficciones, símbolos, dioses, arte, ciencia. Nos calman, nos explican, nos conectan, nos sirven. El sentido no está dado: lo construimos porque con él funcionamos mejor, nos replicamos con más eficiencia. 

Y quizá eso sea lo más humano: funcionar gracias a lo inútil. Persistir gracias a lo efímero. Encontrar dignidad en la fragilidad, belleza en lo condenado a desaparecer.

Queremos ser eternos. Pero no hay muchos indicios de que esto sea posible Ninguna especie lo es. Ninguna cultura. Ningún sistema. Todo será arrastrado, tarde o temprano, por la marea silenciosa del universo. Mientras tanto, tenemos información codificada en nuestro sistema para intentar resistir. Aferrarse a la vida, desafiar al tiempo. Tener hijos, transmitir conocimiento, transitar durante un breve periodo de tiempo buscando un legado que dejar, unas historias que contar.

No hay consuelo absoluto en esta visión. Pero hay verdad. Y a veces, la verdad, aunque fría, tiene la forma exacta de lo que necesitamos.

La vida es una consecuencia emergente de sus propias leyes. Y aunque el destino último sea la muerte térmica —un estado de máxima entropía donde ya no habrá diferencias ni estructuras—somos unas islas de orden que piensan, sienten y se preguntan cómo ha podido la materia preguntarse por sí misma, explicarse, entenderse, encontrar un sentido. Así que vivamos como lo que somos: el resultado improbable de un proceso ciego que, sin saberlo, produjo ojos que ven, cerebros que piensan y corazones que sienten. Fragmentos de materia que buscan algo a lo que agarrarse. Aunque la posibilidad del desprendimiento sea una de las opciones. 


sábado, 5 de abril de 2025

CITA DE MARCO AURELIO

 “El arte de vivir se asemeja más a la lucha que a la danza “

Hay mucho que desarrollar a partir de ahí, pero será otro día. Pueden empezar a reflexionar, y les puede servir tanto en el ámbito individual y privado como en el colectivo y político. Miren el panorama internacional. Hasta la próxima. Se admiten comentarios.