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domingo, 4 de septiembre de 2011

El amor. Una mirada evolutiva



El ansia por establecer vínculos sexuales es el más poderoso de nuestros deseos. Además, el anhelo por conquistar a la pareja, o el miedo a perderla supone una de las más habituales y profundas angustias que han inspirado a la mayoría de artistas de todos los tiempos y culturas.

Coger su mano, reír juntos, fundir los cuerpos mientras una suave brisa los envuelve son conductas que el enamorado experimenta  acompañado por un rio de moléculas que inunda los centros de placer de su cerebro. Recordar su voz, o su sonrisa basta para derramar un remolino de placer, una tormenta que sube desde el estómago hasta el mismo centro del alma. El amor desata la euforia y la energía y te hace más vitalista, optimista y sociable.  La razón está en que procede de una necesidad evolutiva de nuestros antepasados de hace unos cuantos millones de años.  

Fue el bipedismo el que originó una serie de cambios físicos y mentales que nos separaron de los primates y que ocasionaron la cascada de acontecimientos que permitieron la aparición de nuestra especie y marcaron su naturaleza.
Desarrollamos un pie que permitía sostenernos erguidos, y su pulgar dejó de ser oponible. La pelvis y la cadera cambiaron su forma  y tamaño.
El ritmo respiratorio se independizó del  paso, facilitando la regulación de la respiración y del habla. La lengua y la faringe se hundieron más abajo y los cambios en la laringe favorecieron la gran variedad de sonidos que permitió la aparición del lenguaje.
Manos libres para llevar comida y palos, el pulgar oponible y más largo y con mucha movilidad  permitieron el movimiento de pinza con todos los demás dedos. También se desarrolló una gran sensibilidad en las yemas de los dedos y  una coordinación motora extraordinaria.
Homo habilis hace 2 m.a. ya tuvo las manos plenamente funcionales para el manejo de utensilios que le hizo dominar la caza. Esto trajo consigo el aumento progresivo del cerebro, especialmente de la corteza frontal y una mayor sociabilidad. Esta característica fue determinante, y marcaria la dirección evolutiva que condujo a la aparición de Homo sapiens.
Como el canal del parto era más estrecho a causa del bipedismo, parir se hizo más difícil y los bebes humanos tenían que nacer prematuros e indefensos, por tanto, había que ocuparse de ellos durante mucho tiempo. El cerebro de un bebé es menos de la cuarta parte del cerebro adulto, y tiene un largo proceso de maduración por delante.

Los primeros homínidos se atraían el tiempo suficiente para copular y reproducirse, pero era ventajoso permanecer unidos ayudándose a la hora  de proporcionar alimentos y seguridad frente a los intrusos. Además, enseñar habilidades durante la larga infancia en que el vástago está desprotegido era una adaptación que siguieron los homínidos de los últimos cuatro millones de años para resguardar su ADN.  Por eso tener un fuerte vínculo de apego y cariño entre la pareja de humanos fue esencial en nuestros antepasados de las praderas africanas; y ellos nos transmitieron esa química cerebral que nos apasiona y nos anima a crear parejas estables. Anticipar futuros estados de complicidad y de placer con una pareja fue un imperativo hormonal de los adolescentes durante miles de generaciones. En ellos se encuentran las raíces del amor

También es verdad que la tendencia a desparramar los genes y a aumentar la variabilidad genética impulsa a la infidelidad o a crear nuevas parejas que explican la alta tasa de separaciones y la erosión del amor con los años. Pero esta es otra cuestión.