Se acerca el final del verano y estoy en una terraza junto al mar. Pido una
cerveza muy fría. Mientras disfruto la risa de mi hija correteando por la
arena, pocos metros más atrás unos bronceados cuerpos adolescentes celebran un
punto de voleibol playa. Un velero cruza el mar armoniosamente y el sol
ilumina un tranquilo día de playa. La brisa me golpea suavemente el rostro mientras
saboreo cada trago de cerveza. Pienso en estas palabras, y en otras escritas en
este mismo escenario hace ya mucho tiempo, sobre derrotas amargas que los años
se han encargado de erosionar. El mismo lugar donde soñé cada verano con el
verano perfecto. La canción que suena en el chiringuito es una vieja conocida “Ellas
sueñan con él y el con irse muy lejos” ¡Ha pasado tanto tiempo! Mi hija se
ensucia con el helado y sonríe, y yo con ella.
Recuerdo lejanos veranos con días interminables vividos con
entusiasmo y noches suaves donde la temperatura
invitaba a la calma, y a la tertulia.
¿Cómo atrapar los
instantes de dicha? ¿Cómo describir estos perfumes que suelta la noche mediterránea
y que destierran el desasosiego? Acuden a mi memoria amontonadas escenas de
dicha que buscan la forma de ser vestidas con las palabras. No hay manera.
Respirar hondo el olor de yodo marino y de sal de un viejo
puerto pesquero. Distraerte con el monótono rumor del oleaje y viajar con la
imaginación a tus paisajes preferidos. Escuchar de lejos el sonido de una
orquesta cantando viejos boleros de amor mientras en la oscura playa descubres toda
la poesía del Universo en la espléndida piel que tienes a tu lado.
El tiempo pasa y ha dejado en el desorden de la memoria todo
tipo de emociones. También la frustración de no vivir algunos sueños que se
quedaron en el camino. Pero pasó lo que tenía que pasar.
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