No es lo mismo utilizar el teléfono móvil para
pagar la cuenta en un restaurante que para elegir el plato que vas a comer. Tampoco
es lo mismo que una aplicación te reconozca una canción tras unos pocos
segundos que el hecho de que componga
una sinfonía sin que se aprecie la diferencia respecto a una de Mozart. Que la
tecnología informática nos ayude a elegir la carretera para ir a nuestro
destino es diferente a que nos ayude a decidir la carrera que estudiar o la
esposa con quien casarnos. Existen dispositivos tecnológicos que van más allá
de ser un asunto mecánico, ya que parecen comprender y simular el
funcionamiento de nuestro cerebro.
La revolución digital ya ha cambiado nuestra
vida cotidiana, y los cambios que nos esperan para las próximas décadas son
impredecibles: excitantes, o terroríficos. Pero será la unión de estas
tecnologías con la biotecnología lo que producirá una revolución cultural sin
precedentes al cambiar el concepto que el hombre tiene de sí mismo y socavar
los principales cimientos sobre los que se sustentaban nuestros esquemas
cognitivos. La esencia misma de la naturaleza humana, fruto de las reflexiones
filosóficas de varios milenios puede llegar a su punto más crítico
Pero, permítanme que vuelva al hombre con
quien empezó todo, que no es otro que Charles Darwin. Cuando el naturalista
inglés elaboraba su teoría sobre la evolución, tuvo muchas dudas en publicar
sus ideas por el temor de que hiciera tambalear la sociedad en la que vivía. En
su principal libro proponía un mecanismo para explicar el origen de las
especies, y aportaba muchas pruebas y convincentes argumentos a favor de su
teoría de la evolución; pero la autentica revolución conceptual era la idea de
que el ser humano era un integrante más del mundo viviente, un animal más, con
un comportamiento más complejo que los demás animales, pero desprovisto de una
entelequia psíquica que lo gobierne de manera libre y sin ataduras biológicas.
Darwin ya advirtió de las implicaciones que tendría para la psicología del
futuro sus ideas sobre el origen del hombre.
Casi dos siglos después, sus ideas dominan las
ciencias de la vida, y nadie duda del lugar central que ocupan en la biología.
Sin embargo, no se puede decir lo mismo de las humanidades. Nuestro sistema
jurídico y político flota sobre la idea de un ser humano que se despoja de su
naturaleza animal y se erige como un individuo responsable, racional y dotado
de un libre albedrío que infunde sentido a su vida. Pero esta idea no tendrá
nada que hacer cuando se vea socavada por las tecnologías concretas e
imparables que nos invadirán en las próximas décadas y que nos conectarán con
las máquinas.
Las ciencias de la vida se han dado cuenta de
que los organismos vivos cumplen las mismas leyes universales que el mundo
físico, de que las barreras que separan el mundo viviente y el resto de la
materia se desmoronan. La última consecuencia de la teoría darwiniana es que
los organismos funcionan como algoritmos bioquímicos, abriendo de esta manera
las puertas a su conexión con los ordenadores. La fusión de las nuevas
tecnologías digitales con la biotecnología nos llevará a la mayor revolución
cultural de la historia de la humanidad. El alma y la individualidad podrían
pasar a ser conceptos anticuados y difusos junto a muchas de nuestras creencias
religiosas y culturales.
Hace casi cien mil años unos primates
africanos sufrieron unas mutaciones que cambiaron el modo de desplazarse y aumentaron notablemente sus conexiones
neuronales y las posibilidades de comunicarse con sus semejantes. El aumento de
su capacidad cerebral hizo que aprendieran a cooperar y a intercambiar
información. La conexión de las mentes formando complejas estructuras sociales supuso
su mayor logro. Construyeron ciudades, máquinas, dinero y dioses; trasladaron
su información en forma de escritura y
se convirtieron en una especie singular que se apoderó del planeta y miró hacia
otros mundos.
En el presente siglo, puede que asistamos a
cambios de la misma trascendencia que los que originaron nuestra especie, pero a
una velocidad incomparable. La revolución digital puede hacer que la mente
humana se fusione con la materia inorgánica procedente de los ordenadores,
amplificando enormemente la capacidad de procesar e intercambiar datos. El
transhumanismo vaticina una nueva y decisiva revolución cognitiva en la que el
humano trascenderá nuestras capacidades biológicas hasta límites insospechados.
Nadie puede vislumbrar si ese futuro traerá el caos en la tierra o la conquista
de otras galaxias. Nadie puede saber si se aplacarán sus viejas angustias
existenciales.
Puede que al final, sólo le servirá para
dejarse caer en el vacío del cosmos.