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jueves, 13 de noviembre de 2025

SEXUALIDAD, CULTURA Y BIOLOGÍA: UN EQUILIBRIO INESTABLE

 



La revolución sexual del siglo XX abrió un abanico de posibilidades desconocidas hasta entonces. La llegada de los anticonceptivos, el auge del feminismo, los movimientos contraculturales, el hipismo y, más tarde, toda una constelación de “ismos” libertarios ampliaron de manera extraordinaria el repertorio cultural del sexo y de las relaciones. Por primera vez en la historia, el sexo podía desligarse de la reproducción, y esa separación abrió la puerta a nuevas formas de deseo, de libertad y de experimentación. Surgieron comunidades alternativas, propuestas de amor libre, apuestas por la promiscuidad consensuada, modelos de crianza colectiva y proyectos que soñaban con reemplazar la estructura tradicional de la vida íntima. Parecía que la biología iba a quedar definitivamente subordinada a la cultura.


Sin embargo, aquella euforia de posibilidades no prosperó como muchos habían imaginado. Las comunas desaparecieron o se transformaron. Las parejas abiertas solo funcionan en minorías muy específicas. Los modelos tribales de crianza nunca cuajaron. La promiscuidad permanente agota emocionalmente. La mayoría de experimentos comunitarios derivaba en jerarquías, conflictos y celos… es decir, en biología humana.


Y no fue solo un fracaso estructural; también lo fue un fracaso práctico. Muchos proclamaron el fin de la familia tradicional, el fin de la monogamia, las comunas colectivas, la crianza grupal, la abolición del “amor burgués” y la superación de los celos. Pero la realidad siguió un camino distinto:


Los hippies proclamaron el amor libre… pero la mayoría acabó formando parejas.

Los revolucionarios defendieron la crianza colectiva… pero querían a sus hijos más que a los de la comuna.

Los modelos poligámicos generaron siempre tensiones entre los hombres excluidos.

Las parejas abiertas tienden a desestabilizarse con el tiempo.


La cultura abrió posibilidades, pero la biología fue imponiendo límites.


La familia siguió siendo el núcleo central de casi todas las sociedades, incluso de las más revolucionarias. Incluso allí donde el Estado trató de sustituirla —en Corea del Norte, en la URSS, en la China maoísta— esos intentos chocaron con la misma resistencia fundamental: la del vínculo primario entre padres e hijos. El Estado podía interferir en la propiedad, la religión o la economía, pero no podía abolir la necesidad de apego, de inversión parental ni de la cooperación íntima que exige criar a un ser humano. Y es que la familia no es solo una construcción cultural: es una unidad biológica de inversión parental profundamente arraigada en nuestra especie.


La misma tensión se observa en el amor de pareja. Por más que surgieran propuestas de amor libre, poliamor estable, relaciones comunitarias o sexualidades sin exclusividad, la mayor parte de la población continuó buscando vínculos duraderos y relativamente estables. El amor romántico cambió de forma, pero no de fondo. Las modas culturales pueden animar a ensayar alternativas, pero hay algo en nuestra biología —el apego, los celos, la cooperación parental, la necesidad de intimidad prolongada— que orienta a la mayoría hacia el formato de pareja. No es una imposición moral, sino un residuo de millones de años de evolución: criar a un bebé humano exige un modelo cooperativo, y esa presión dejó un rastro que ni las revoluciones culturales ni los movimientos libertarios han logrado borrar.


En este mismo periodo se ha producido, además, una ampliación significativa de las identidades y orientaciones sexuales visibles en el espacio público. Pero esta expansión no refleja un aumento biológico de la homosexualidad o la bisexualidad, sino una disminución del estigma. Lo que antes se ocultaba ahora puede nombrarse sin miedo. La diversidad ha estado siempre ahí; lo que cambia es la posibilidad de vivirla. Y, aun así, también en estas formas de diversidad se observa el mismo patrón: la mayoría de personas —independientemente de su orientación— buscan vínculos afectivos estables, proyectos de convivencia, compromisos duraderos. La diversidad crece, pero el esquema profundo de las relaciones humanas sigue mostrando regularidades.


Todo esto ha generado, en muchos, una cierta sensación de vértigo, un choque entre la velocidad de los cambios culturales y la lentitud de los mecanismos biológicos que estructuran nuestras emociones, deseos y vínculos. La cultura se ha acelerado como nunca; la biología, en cambio, sigue marcando el contorno de la senda por la que caminamos. Podemos ensancharla, decorarla, experimentar con nuevas formas, pero los muros que la delimitan son más antiguos que cualquier revolución.


Y quizá eso explique por qué, tras cada oleada de experimentación, tantos regresan a las mismas estructuras básicas: el amor de pareja, la familia, la necesidad de afecto estable. No por tradición ni por moral, sino porque esos patrones nos han permitido sobrevivir y criar durante cientos de miles de años. La cultura inventa posibilidades; la biología recuerda límites. Entre ambas fuerzas se mueve la historia del sexo y del amor en nuestra especie

( texto pulido y modificado por ChatGPT a partir de un texto mio de hace años y que no me atrevía a publicar)

Imagen generada por ChatGPT 

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