No
parece servir de nada contar batallas desde el centro de mi memoria. Canciones
pegadas en el fondo de mis entrañas suelen inundar ahora programas de
televisión donde se pretende viajar a tiempos pasados recordando sus músicas.
El tiempo aún no se ha amontonado en el interior de mi cerebro y éste todavía
consigue distinguir las etapas que me han llevado hasta aquí. Melodías
asociadas a mi madre mientras me bañaba en un barreño de agua caliente la noche
de los sábados. Tiempo definitivamente perdido. Patinetes, cromos, trompas,
bicicletas, pero sobre todo balones. Flechas, pedradas, cabañas, acequias y
mosquitos, pero sobre todo el mar. Bailes adolescentes, orquestas a la luz de
la luna, viajes a islas en busca del paraíso. Fiestas que se fundían con las
olas de la madrugada. Lágrimas, orgullo, heridas, miedos, generosidad
derramada. Dolor por la belleza malgastada. Largas carreteras, ciudades
iluminadas bajo una noche de fuegos artificiales. Pasiones silenciosas,
inocentes conquistas, aventuras arriesgadas, antiguas amistades. Épocas donde llevaba la ilusión tatuada en el
rostro y aún me sentía dueño de mis sueños. Piel salada, tostada, besada,
acariciada por el aire mediterráneo. Uno podría construir un álbum
autobiográfico con esas escenas que no has olvidado porque aparecen atadas a
esas viejas canciones.
Recorrer
tu pasado con la música puede parecer inútil, pero cuando intentas retroceder
varias décadas, puedes llegar a sentir un latigazo en forma de canción que te
electrocute durante unos segundos.
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