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sábado, 13 de julio de 2013

FELICIDAD (I)


“ A este mundo hemos venido a dos cosas: a ser felices y a hacer felices a los demás “.
Semejante perla podría haber salido de un  bondadoso católico convencido de que Dios nos ha puesto en el mundo con estas dos finalidades. El deber procedente del mandato divino nos indica cual es el objetivo que debemos cumplir para obrar bien y ganarnos su bendición.

Pero lo cierto es que la frase se la escuché a un convencido ateo, militante de izquierdas, que conversaba tranquilamente con un atento oyente en mitad de una acera. Era un bienintencionado progresista que continúa echando de menos su juventud  de finales de los 60 teñida de hipismo y buenas intenciones de paz y amor. También estos idealistas consideran que los humanos somos unos perfectos seres  a los que la naturaleza ha dotado de una bondad infinita y que es la cultura la que nos corrompe y nos dificulta llegar a tan generosos fines. Puede que Rousseau haya tenido parte de culpa.

Tanto el catolicismo como la izquierda más radical dan por supuesto una hipotética esencia humana que nos deja libres para que podamos elegir el futuro camino hacia un paraíso de acercamiento entre los humanos, o incluso entre todos los seres vivos. Las dos ideologías cuentan con un más o menos declarado dualismo en el que cabe un alma, que tiene poco de natural,  que viene sin mucho equipamiento de serie, es decir, somos al nacer una inocente tabla rasa que la educación va llenando de ideas más o menos acertadas.  Por tanto, es la “sociedad” la que nos impide ver nuestro sitio en el mundo y nos impide conseguir esta justicia divina o social en la que todos vivamos como camaradas, o como  hermanos. En ambos casos se nos insta a luchar por tan distinguidos ideales. Ambos casos necesitan de parecidos esfuerzos evangelizadores.
Una sencilla ojeada al mundo natural rechazaría inmediatamente esta idílica visión del reino animal. No  parece que los animales tengan una especial misión de hacer feliz a nadie, y mucho menos en el caso de depredadores. Si de humanos hablamos, la cosa no mejora mucho. No parece que la historia de la humanidad esté rebosante de ejemplos donde los seres humanos nos otorguemos nobles dosis de felicidad los unos a los otros. Más bien parece que nuestra historia está llena de ejemplos donde  las pasiones y los deseos “egoístas” de los lideres han encendido el motor de las revoluciones y han movido el destino de los pueblos.
Imaginemos estos ejemplos:
Dos socios comprensivos y solidarios que acaban de tener suerte en los negocios. Pónganles una importante suma de dinero en medio para repartir equitativamente, sobre todo si no han hecho un esfuerzo similar.
Dados dos amigos leales y eternos, pónganles una bella y tentadora mujer justo en medio.
Dos amigos ambiciosos y “generosos” representantes de la Iglesia o del Partido. Pónganles una importante cuota de poder por la que luchar.

En todos los casos actuarán motivados por su pasión más animal, sin mucho margen de libertad para la razón.  No creo que salga su bondad a relucir repartiendo felicidad y siguiendo el loable mandamiento que inicia este escrito; aunque serán perfectamente capaces de acudir al autoengaño más relajante para adornar su conciencia y creerse que en el fondo su actuación es más que correcta.
 La frase “la mayoría de los políticos actúan movidos por servir al pueblo de manera desinteresada” la pueden reservar para tertulias televisivas, pero no creo que corran buenos tiempos para defenderla; y estos años atrás las concejalías de Urbanismo y las de Asuntos Sociales no eran igual de atractivas. Aunque  nos intentaran vender que venían al mundo de la política a eso, a hacernos felices.
Cuando se habla de personas con parentesco familiar, con intereses genéticos comunes, es más frecuente encontrar conductas altruistas, y hay teorías biológicas al respecto. Sin embargo, la naturaleza humana permite tal variabilidad conductual que encontraremos excepciones para todos los gustos; pero cuando se provoca infelicidad a miembros de una misma familia siempre van acompañados de un desgarramiento de la conciencia mucho más difícil de soportar que cuando no se ven implicados padres, hijos o hermanos.
Con esto no quiero decir que el hombre sea malvado por naturaleza. Simplemente, que a este mundo no hemos venido a ser felices. Ni a procurar felicidad a los demás, como pretendía aleccionar el tranquilo transeúnte del que les hablo. Pero seguiremos con el tema.

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