“ A este
mundo hemos venido a dos cosas: a ser felices y a hacer felices a los demás “.
Semejante
perla podría haber salido de un
bondadoso católico convencido de que Dios nos ha puesto en el mundo con
estas dos finalidades. El deber procedente del mandato divino nos indica cual
es el objetivo que debemos cumplir para obrar bien y ganarnos su bendición. Pero lo cierto es que la frase se la escuché a un convencido ateo, militante de izquierdas, que conversaba tranquilamente con un atento oyente en mitad de una acera. Era un bienintencionado progresista que continúa echando de menos su juventud de finales de los 60 teñida de hipismo y buenas intenciones de paz y amor. También estos idealistas consideran que los humanos somos unos perfectos seres a los que la naturaleza ha dotado de una bondad infinita y que es la cultura la que nos corrompe y nos dificulta llegar a tan generosos fines. Puede que Rousseau haya tenido parte de culpa.
Tanto el catolicismo
como la izquierda más radical dan por supuesto una hipotética esencia humana
que nos deja libres para que podamos elegir el futuro camino hacia un paraíso
de acercamiento entre los humanos, o incluso entre todos los seres vivos. Las
dos ideologías cuentan con un más o menos declarado dualismo en el que cabe un
alma, que tiene poco de natural, que
viene sin mucho equipamiento de serie, es decir, somos al nacer una inocente
tabla rasa que la educación va llenando de ideas más o menos acertadas. Por tanto, es la “sociedad” la que nos impide
ver nuestro sitio en el mundo y nos impide conseguir esta justicia divina o
social en la que todos vivamos como camaradas, o como hermanos. En ambos casos se nos insta a luchar
por tan distinguidos ideales. Ambos casos necesitan de parecidos esfuerzos
evangelizadores.
Una sencilla
ojeada al mundo natural rechazaría inmediatamente esta idílica visión del reino
animal. No parece que los animales
tengan una especial misión de hacer feliz a nadie, y mucho menos en el caso de
depredadores. Si de humanos hablamos, la cosa no mejora mucho. No parece que la
historia de la humanidad esté rebosante de ejemplos donde los seres humanos nos
otorguemos nobles dosis de felicidad los unos a los otros. Más bien parece que
nuestra historia está llena de ejemplos donde las pasiones y los deseos “egoístas” de los
lideres han encendido el motor de las revoluciones y han movido el destino de
los pueblos.
Imaginemos
estos ejemplos:
Dos socios
comprensivos y solidarios que acaban de tener suerte en los negocios. Pónganles
una importante suma de dinero en medio para repartir equitativamente, sobre
todo si no han hecho un esfuerzo similar.
Dados dos
amigos leales y eternos, pónganles una bella y tentadora mujer justo en medio.
Dos amigos
ambiciosos y “generosos” representantes de la Iglesia o del Partido. Pónganles
una importante cuota de poder por la que luchar.
En todos los
casos actuarán motivados por su pasión más animal, sin mucho margen de libertad
para la razón. No creo que salga su
bondad a relucir repartiendo felicidad y siguiendo el loable mandamiento que
inicia este escrito; aunque serán perfectamente capaces de acudir al autoengaño
más relajante para adornar su conciencia y creerse que en el fondo su actuación
es más que correcta.
La frase “la mayoría de los políticos actúan movidos por
servir al pueblo de manera desinteresada” la pueden reservar para tertulias
televisivas, pero no creo que corran buenos tiempos para defenderla; y estos
años atrás las concejalías de Urbanismo y las de Asuntos Sociales no eran igual
de atractivas. Aunque nos intentaran
vender que venían al mundo de la política a eso, a hacernos felices.
Cuando se
habla de personas con parentesco familiar, con intereses genéticos comunes, es
más frecuente encontrar conductas altruistas, y hay teorías biológicas al
respecto. Sin embargo, la naturaleza humana permite tal variabilidad conductual
que encontraremos excepciones para todos los gustos; pero cuando se provoca
infelicidad a miembros de una misma familia siempre van acompañados de un
desgarramiento de la conciencia mucho más difícil de soportar que cuando no se
ven implicados padres, hijos o hermanos.
Con esto no
quiero decir que el hombre sea malvado por naturaleza. Simplemente, que a este
mundo no hemos venido a ser felices. Ni a procurar felicidad a los demás, como
pretendía aleccionar el tranquilo transeúnte del que les hablo. Pero seguiremos
con el tema.
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