Buscar este blog

lunes, 17 de noviembre de 2025

HOMOSEXUALIDAD Y EVOLUCIÓN

 

La homosexualidad ha desconcertado durante décadas a biólogos y psicólogos evolucionistas. A primera vista parece un comportamiento difícil de explicar desde la lógica estricta de la selección natural. Sin embargo, múltiples hipótesis muestran que la diversidad sexual no es un “error evolutivo”, sino una manifestación compleja de estrategias antiguas, ventajas indirectas y efectos secundarios de rasgos adaptativos.

 

Entre las explicaciones más sólidas se encuentran:

La hipótesis de la inversión parental aumentada: individuos no reproductores que incrementan la supervivencia de la descendencia de sus parientes.

La selección sexual equilibrada: rasgos que aumentan la sensibilidad emocional y social, beneficiosos en muchos contextos, aunque no ligados directamente a la reproducción.

El efecto del hermano mayor: correlaciones prenatales que influyen en la orientación sin necesidad de “utilidad” adaptativa.

La hipótesis del cuidado cooperativo: estructuras sociales donde la crianza compartida mejora la supervivencia del grupo.

 

La presencia estable de la homosexualidad a lo largo de la historia humana y en múltiples culturas sugiere que no es un accidente, sino un componente legítimo de la diversidad humana. Lejos de debilitar al grupo, pudo haber contribuido a reforzarlo mediante redes de apoyo emocional, cooperación y sensibilidad social.

 

La diversidad sexual, en este sentido, no contradice la evolución: la enriquece.

Muestra que la selección natural no es una línea recta, sino un río con meandros imprevisibles, capaz de generar comportamientos complejos que a veces solo entendemos con el paso de generaciones.


jueves, 13 de noviembre de 2025

SEXUALIDAD, CULTURA Y BIOLOGÍA: UN EQUILIBRIO INESTABLE

 



La revolución sexual del siglo XX abrió un abanico de posibilidades desconocidas hasta entonces. La llegada de los anticonceptivos, el auge del feminismo, los movimientos contraculturales, el hipismo y, más tarde, toda una constelación de “ismos” libertarios ampliaron de manera extraordinaria el repertorio cultural del sexo y de las relaciones. Por primera vez en la historia, el sexo podía desligarse de la reproducción, y esa separación abrió la puerta a nuevas formas de deseo, de libertad y de experimentación. Surgieron comunidades alternativas, propuestas de amor libre, apuestas por la promiscuidad consensuada, modelos de crianza colectiva y proyectos que soñaban con reemplazar la estructura tradicional de la vida íntima. Parecía que la biología iba a quedar definitivamente subordinada a la cultura.


Sin embargo, aquella euforia de posibilidades no prosperó como muchos habían imaginado. Las comunas desaparecieron o se transformaron. Las parejas abiertas solo funcionan en minorías muy específicas. Los modelos tribales de crianza nunca cuajaron. La promiscuidad permanente agota emocionalmente. La mayoría de experimentos comunitarios derivaba en jerarquías, conflictos y celos… es decir, en biología humana.


Y no fue solo un fracaso estructural; también lo fue un fracaso práctico. Muchos proclamaron el fin de la familia tradicional, el fin de la monogamia, las comunas colectivas, la crianza grupal, la abolición del “amor burgués” y la superación de los celos. Pero la realidad siguió un camino distinto:


Los hippies proclamaron el amor libre… pero la mayoría acabó formando parejas.

Los revolucionarios defendieron la crianza colectiva… pero querían a sus hijos más que a los de la comuna.

Los modelos poligámicos generaron siempre tensiones entre los hombres excluidos.

Las parejas abiertas tienden a desestabilizarse con el tiempo.


La cultura abrió posibilidades, pero la biología fue imponiendo límites.


La familia siguió siendo el núcleo central de casi todas las sociedades, incluso de las más revolucionarias. Incluso allí donde el Estado trató de sustituirla —en Corea del Norte, en la URSS, en la China maoísta— esos intentos chocaron con la misma resistencia fundamental: la del vínculo primario entre padres e hijos. El Estado podía interferir en la propiedad, la religión o la economía, pero no podía abolir la necesidad de apego, de inversión parental ni de la cooperación íntima que exige criar a un ser humano. Y es que la familia no es solo una construcción cultural: es una unidad biológica de inversión parental profundamente arraigada en nuestra especie.


La misma tensión se observa en el amor de pareja. Por más que surgieran propuestas de amor libre, poliamor estable, relaciones comunitarias o sexualidades sin exclusividad, la mayor parte de la población continuó buscando vínculos duraderos y relativamente estables. El amor romántico cambió de forma, pero no de fondo. Las modas culturales pueden animar a ensayar alternativas, pero hay algo en nuestra biología —el apego, los celos, la cooperación parental, la necesidad de intimidad prolongada— que orienta a la mayoría hacia el formato de pareja. No es una imposición moral, sino un residuo de millones de años de evolución: criar a un bebé humano exige un modelo cooperativo, y esa presión dejó un rastro que ni las revoluciones culturales ni los movimientos libertarios han logrado borrar.


En este mismo periodo se ha producido, además, una ampliación significativa de las identidades y orientaciones sexuales visibles en el espacio público. Pero esta expansión no refleja un aumento biológico de la homosexualidad o la bisexualidad, sino una disminución del estigma. Lo que antes se ocultaba ahora puede nombrarse sin miedo. La diversidad ha estado siempre ahí; lo que cambia es la posibilidad de vivirla. Y, aun así, también en estas formas de diversidad se observa el mismo patrón: la mayoría de personas —independientemente de su orientación— buscan vínculos afectivos estables, proyectos de convivencia, compromisos duraderos. La diversidad crece, pero el esquema profundo de las relaciones humanas sigue mostrando regularidades.


Todo esto ha generado, en muchos, una cierta sensación de vértigo, un choque entre la velocidad de los cambios culturales y la lentitud de los mecanismos biológicos que estructuran nuestras emociones, deseos y vínculos. La cultura se ha acelerado como nunca; la biología, en cambio, sigue marcando el contorno de la senda por la que caminamos. Podemos ensancharla, decorarla, experimentar con nuevas formas, pero los muros que la delimitan son más antiguos que cualquier revolución.


Y quizá eso explique por qué, tras cada oleada de experimentación, tantos regresan a las mismas estructuras básicas: el amor de pareja, la familia, la necesidad de afecto estable. No por tradición ni por moral, sino porque esos patrones nos han permitido sobrevivir y criar durante cientos de miles de años. La cultura inventa posibilidades; la biología recuerda límites. Entre ambas fuerzas se mueve la historia del sexo y del amor en nuestra especie

( texto pulido y modificado por ChatGPT a partir de un texto mio de hace años y que no me atrevía a publicar)

Imagen generada por ChatGPT 

LOS BABY BOOMERS Y LA ILUSIÓN DEL AMOR

 



Imagen generada por ChatGPT. 

Texto revisado y pulido por ChatGPT a partir de un texto mío de hace 5 años.


En Estados Unidos, y en buena parte de Occidente, se considera baby boomers a los nacidos entre 1946 y 1964, un período de incremento masivo de la natalidad posterior a la Segunda Guerra Mundial. En España, sin embargo, este fenómeno se retrasó unos años debido al desarrollo económico más tardío del país. Pero, con independencia de las fechas, esta generación puede caracterizarse por dos rasgos fundamentales.


El primero fue el crecimiento demográfico y el progreso económico que siguieron a la guerra. La mayoría de las sociedades occidentales prosperaron en un ambiente de estabilidad, mejoras materiales y, sobre todo, expectativas de futuro.


El segundo rasgo, quizá menos evidente pero decisivo, fue la irrupción del cine, la televisión y la publicidad. Los nacidos en la segunda mitad del siglo XX crecimos inmersos en un mundo de imágenes y relatos que exaltaban la idea del amor romántico como camino hacia la felicidad. Si el amor —desde una perspectiva evolutiva— es una estrategia biológica diseñada para tener la ilusión de ser feliz y cooperar en la costosa crianza de nuestra especie, la publicidad llevó esa ilusión a su máxima expresión, prometiéndonos un mundo de plenitud amorosa.


Cuando era adolescente descubrí que el principal tema de conversación entre los amigos giraba siempre en torno al sexo y a la búsqueda de pareja. Pronto comprendí, no sin cierta sorpresa, que aquel interés no era exclusivo de mi grupo: era universal, independientemente de los estudios, el trabajo o la clase social. Y también era el tema dominante del cine, la literatura y la música.


El cine, especialmente el de Hollywood, ofrecía modelos idealizados de belleza y éxito sentimental: héroes valientes y honestos que conquistaban a la mujer perfecta; mujeres radiantes que representaban la promesa de una felicidad definitiva. Los anuncios de perfumes, coches o champús reproducían esa misma fórmula: la conquista amorosa convertida en la recompensa suprema de la vida moderna.


Por primera vez, una generación entera —la de los baby boomers— creció bajo ese bombardeo simbólico. La biología había impreso en nuestro cerebro el impulso sexual continuo y la ilusión del amor como ideal supremo; la cultura de masas amplificó ambos hasta convertirlos en la promesa absoluta. A ello se sumó la llegada de los anticonceptivos, que desligaron el sexo de la reproducción y favorecieron la liberación de la mujer y el auge del feminismo; abrieron un espacio nuevo para el deseo, la libertad y también para la expansión de posibilidades y la confusión.


Aquella generación vivió, por tanto, una mezcla singular de idealismo romántico, liberación sexual y fe en el progreso. Nos educaron en la idea de que la generosidad en el esfuerzo conducía al éxito y a la prosperidad. No sé si la ficción y la publicidad se parecían realmente a la vida, pero aquella fue la narrativa que aprendimos.


Hoy, quizá, la historia se repite de otra forma. Las redes sociales, la pornografía en línea y la exposición masiva a contenidos visuales configuran una nueva ecología del deseo para los jóvenes centennials. Ellos también están siendo moldeados por un entorno simbólico incierto y sin precedentes, que redefine —como antes hizo la publicidad con los baby boomers— lo que entendemos por amor, por sexo y por felicidad.


miércoles, 12 de noviembre de 2025

LA TRAGEDIA TERMODINÁMICA

 


Imagen generada por ChatGPT 


La inteligencia humana nos permitió manipular el entorno y construir una visión realista del mundo. Con el tiempo, la ciencia ha levantado un modelo del cosmos en el que la vida no es más que una batalla termodinámica: una lucha efímera contra el avance inevitable del desorden. La naturaleza es indiferente al individuo, y la vida, una frágil isla de entropía que se esfuerza por perpetuarse en el tiempo.


Pero la verdadera tragedia no es solo esa condena al fracaso, sino el hecho de que la conciencia humana sea capaz de comprenderla. Ningún otro animal tiene que enfrentarse a la lucidez insoportable de saber que su existencia carece de propósito. Somos la única especie que conoce su final y puede imaginar su extinción. En esa paradoja se encierra el mayor triunfo y la mayor condena de la evolución: una mente capaz de entender el universo, pero incapaz de hallar en él un sentido último.


De un modo u otro, nuestra especie desaparecerá y se disolverá en la nada, sin dejar rastro alguno. Fuera de la esfera religiosa, solo queda el abismo: la conciencia flotando sin anclaje, a la deriva en un barco sin rumbo hacia el equilibrio térmico final, donde nos espera el olvido. No solo como individuos, sino como especie.


Por muy humana que sea la ilusión de dotar de sentido a nuestra vida, las leyes de la naturaleza siguen su curso. Y el intelecto humano, tan lúcido como trágico, es capaz de comprender ese vacío y aceptar que, más allá de un breve intervalo cósmico, todo esfuerzo será insignificante.


Y sin embargo, frente a ese vértigo, la religión aparece como una creación profundamente humana, una respuesta emocional y adaptativa ante el horror del sinsentido. No importa tanto su verdad literal como su función: ofrecer consuelo, anclar la esperanza, sostener la cohesión del grupo y dar sentido al sufrimiento. Desde la perspectiva evolutiva, la fe ha sido un refugio frente al abismo, una arquitectura simbólica que ha permitido a millones de personas seguir viviendo, criando, cooperando, y resistiendo.


No es necesario compartir esa fe para comprender su poder. Quizá lo verdaderamente admirable es que, incluso en ausencia de dioses, el ser humano siga buscando sentido, siga encendiendo su pequeña llama de razón y de arte frente al frío cósmico.


Porque, al final, la conciencia no es más que un relámpago en las tinieblas, pero ese relámpago ilumina el abismo y, por un instante, le da forma. Quizá esa insistencia en encender la luz también está grabada en nuestro legado genético. 



martes, 11 de noviembre de 2025

FRANKESTEIN Y LA ILUSIÓN DEL ALMA



Imagen generada por ChatGPT
 

Viendo “Frankenstein” de Guilermo del Toro me he vuelto a preguntar si basta con dotar de lenguaje a una criatura para que aparezca la conciencia.

¿Sería suficiente incorporar un sistema de conversación perfecto, como los actuales modelos de lenguaje, o hace falta algo más: una historia, un cuerpo, una emoción vivida en el tiempo?


Esta reflexión me lleva inevitablemente a Antonio Damasio y a su libro En busca de Spinoza, donde la neurobiología y la filosofía se encuentran para recordarnos que la conciencia no nace del pensamiento, sino del sentimiento.

El cuerpo siente, el cerebro representa, y de esa representación surge el yo.

El lenguaje llega después, para nombrar lo que ya se ha sentido.

1. El lenguaje no es conciencia

Podemos imaginar a Frankenstein equipado con un sistema de lenguaje perfecto, capaz de conversar como el más refinado de los interlocutores. Y puede decir que tiene sentimientos pero son fingidos.  

El lenguaje puede describir emociones, pero no sustituir la experiencia de haberlas sentido, de haberlas vivido.

Puede hablar del dolor, pero no sentirlo.

La conciencia no se construye con palabras, sino con vivencias.


2. La conciencia como emoción en el tiempo

La conciencia no es un destello, sino un proceso prolongado: la continuidad de un organismo que se siente a sí mismo existir y cambiar.

Es, como dice Damasio, la representación del cuerpo en el cerebro; o, como podría decirse con otras palabras, una emoción extendida en el tiempo.

Frankenstein puede pronunciar “Víctor”, o aprender a hablar de repente como una IA, pero mientras no haya vivido rechazo, ternura o miedo en su dilatada infancia y en su confusa adolescencia, su palabra carecerá de raíz emocional.

Solo cuando una criatura ha sentido, recordado y anticipado, cuando ha construido una historia de sí misma, aparece lo que llamamos conciencia.


3. Inteligencia artificial y la ilusión del alma

Los modelos de lenguaje actuales pueden conversar, analizar y simular emociones, pero carecen de cuerpo, de metabolismo, de memoria afectiva.

No buscan la homeostasis, no sienten placer ni dolor, no regulan el estado interior de sus flujos. 

Su discurso es coherente, pero no vivido.

Y ahí reside la ilusión: creer que basta con la palabra para que surja el alma.

El alma, si existe, no es una chispa que se instala, sino una historia que se encarna.


4. Relato encarnado: la conciencia como biografía

Podríamos definir la conciencia, finalmente, como un relato encarnado.Un relato, porque necesita memoria y continuidad; encarnado, porque depende de un cuerpo que siente y reacciona.

Las máquinas pueden tener lenguaje y los robots del futuro o Frankenstein además un cuerpo pero  no emociones vividas en el tiempo; los animales tienen cuerpo y vivencias emocionales, pero no relato; solo el ser humano une un cuerpo, que sufre y disfruta a lo largo del tiempo, y tiene una historia que contar. Emoción, cuerpo y lenguaje. 

Por eso la conciencia no es un lenguaje hueco, no es solo saber que existimos, sino sentirnos existir.



Este texto forma parte de las reflexiones que amplían mi ensayo La herencia del simio. Un ensayo sobre el animal humano, disponible en Amazon


domingo, 9 de noviembre de 2025

EL LENGUAJE Y LA REALIDAD

 




El lenguaje no es un milagro del pensamiento ni una invención arbitraria de Homo sapiens, sino una herramienta evolutiva que emergió de la necesidad de sobrevivir. Nació como un modo de coordinar acciones, de nombrar lo que era útil o peligroso, de compartir la percepción del entorno. Cuando Homo erectus comenzó a articular sonidos con significado —fuego, agua, árbol— no estaba creando poesía, sino construyendo realidad compartida.


Un árbol que cae, si no hay un cerebro que lo perciba, no hace ningún ruido. Solo cuando varios sistemas nerviosos humanos lo perciben y lo comunican entre sí, la realidad se vuelve común, significativa. Esa capacidad de compartir significados, de convertir la experiencia en símbolo, fue la gran ventaja adaptativa del lenguaje. Gracias a ella aumentó la cooperación, la cultura acumulativa y, con ella, el tamaño del neocórtex.


Por eso el lenguaje es la clave de todo. En él se cruzan biología y pensamiento, cuerpo y cultura. La ciencia continúa esa función original: pensar con palabras ancladas en la realidad, manejar conceptos operativos que describen el mundo tal como es. En cambio, cuando el pensamiento se separa de la realidad —cuando la filosofía se vuelve puro juego verbal— puede ser brillante o entretenido, pero pierde su raíz.


Solo una mirada que comprenda que venimos de los simios, y que el lenguaje nació del grito y del gesto para transformar la materia en significado, puede iluminar de verdad el sentido de lo humano. Sin esa luz evolutiva, cualquier reflexión —por profunda que parezca— queda incompleta.


Escribo esto como eco de una reflexión sobre el origen del lenguaje y el lugar del ser humano en el cosmos. Entender cómo la palabra nació del esfuerzo por sobrevivir es, al fin y al cabo, entender cómo el universo aprendió a hablar de sí mismo.

(Texto pulido por ChatGPT a partir de un texto mío y unas instrucciones y reflexiones mías).

lunes, 27 de octubre de 2025

Intuición y razón en la moral. Una mirada desde la neurociencia

 Las primeras copias del libro que he regalado a mis amigos aún no estaban actualizadas y no son la versión definitiva que se puede comprar en Amazon. He hecho diversas modificaciones y he añadido alguna imagen, además de añadir algún punto nuevo. Por ejemplo este, dentro del bloque de Moralidad:


“Imagine a un bebé observando tres figuras en una pantalla: un triángulo ayuda a un círculo que está subiendo, con esfuerzo, una colina; después un cuadrado lo empuja hacia abajo entorpeciendo el objetivo del círculo . Al ofrecerle elegir, el bebé sonríe y alarga la mano hacia el triángulo “amigo”. Esa simple escena forma parte de un experimento (Karen Wynn) que revela algo profundo: la moral no necesita palabras ni razonamientos. Nace de intuiciones emocionales rápidas, universales y biológicas, que después nuestra razón se encarga de justificar. En esa tensión entre intuición y razón reside el núcleo de cómo construimos sociedades morales. Los estudios recientes en neurociencia cognitiva muestran que la moral no aparece de manera tardía, como fruto exclusivo de la educación o de la religión, sino que hunde sus raíces en lo más temprano del desarrollo humano. Diversos experimentos con bebés de pocos meses revelan una sensibilidad espontánea hacia la cooperación, la ayuda y la justicia. En estos, se  muestra que los niños pequeños reaccionan negativamente ante repartos injustos, incluso cuando no son ellos los perjudicados, o que aprueban el castigo dirigido a quien ha actuado de manera egoísta. Estos y otros hallazgos, recogidos, entre otros, por Mariano Sigman en La vida secreta de la mente, refuerzan la idea de que la moral surge como una intuición emocional previa al razonamiento y es una prueba más de que no somos una tabla rasa al nacer. No necesitamos largas deliberaciones para sentir simpatía por quien coopera ni rechazo por quien abusa: estas disposiciones aparecen en las primeras etapas del desarrollo y están profundamente enraizadas en nuestro cerebro social. La cultura y la educación, por supuesto, moldean esos impulsos, jerarquizando unos valores sobre otros y dotando de normas y símbolos a esa base moral. Pero la existencia de estas inclinaciones universales en los primeros meses de vida demuestra que la moralidad humana no es un mero artificio cultural: es una herencia evolutiva del simio que compartimos todos, el sustrato sobre el que cada sociedad edifica sus sistemas éticos y jurídicos.




 Figura 6.3 ¿A cuál de estas dos figuras llamaría Bouba y a cuál Kiki? ¿a cuál de ellas tendería a atribuir un carácter más amable o benévolo? 


La gran mayoría de niños y adultos de distintas culturas asignan de manera espontánea el nombre “Bouba” a la primera y “Kiki” a la segunda, y otorgan un carácter más amable a Bouba. Lo interesante no es solo la asociación entre forma y sonido, sino el trasfondo: nuestro cerebro tiende a conectar lo sensorial y lo afectivo sin necesidad de aprendizaje explícito. Igual que intuimos que el triángulo que ayuda es “bueno” y el cuadrado que entorpece es “malo”, también atribuimos significados inmediatos a las formas y a los sonidos. Son destellos de una mente que no razona cada decisión, sino que se guía por predisposiciones cinceladas por la evolución. Para terminar, conviene señalar que la neurociencia está empezando a trazar un mapa bastante claro de las regiones cerebrales implicadas en nuestros juicios morales. No existe un “centro de la moralidad”, sino una red distribuida de áreas que trabajan conjuntamente, integrando emoción, razonamiento y empatía. Algunas de las más relevantes son las siguientes:


Principales áreas cerebrales implicadas en la moralidad

Región cerebral

Función en los juicios morales

Corteza prefrontal ventromedial

Integra emoción y razonamiento; clave para valorar la aceptabilidad de las acciones. Su lesión provoca juicios fríos e insensibles.

Amígdala

Detecta amenazas y genera respuestas emocionales intensas, como ira o miedo, ante injusticias y transgresiones sociales.

Corteza cingulada anterior

Señala el conflicto y la dificultad de la decisión moral; actúa como una 'alarma' interna en dilemas complejos.

Unión temporoparietal

Permite ponernos en el lugar de los demás (teoría de la mente), entender intenciones y sentir empatía.