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domingo, 31 de enero de 2016

LA ÚLTIMA VEZ

Mañana me levantaré y caminaré.

Reflexiono sobre la idea de que llegará un día en que lo haré por última vez. Será la última vez que  mis pulmones se hinchen para respirar. Habrá un último latido, un último grito mudo en el silencio oscuro. Habrá una última vez para los gestos suaves de amor que les dedico a mis hijos antes de irme a dormir. Unas últimas gotas de ternura. Será una última noche que me inundará un sueño sin reglas.

Nada importarán aquellos antiguos anhelos de conquistar lo absoluto a través del sentimiento más puro ni los innumerables gestos de generosidad inocente. De nada servirán aquellos lejanos deseos de llevarse el mundo por delante y de ser invencible en el definitivo abordaje. El tiempo y la nada se fundirán en el abismo, y nada servirá de nada.

Hemos adquirido esa extraña capacidad que nos lleva a imaginar nuestra propia aniquilación. Por eso se creó la fe a la que puede uno aferrarse, aunque puede que no sea suficiente, o puede que no se tenga. De cualquier manera, la certeza de que no hay solución crea una angustia que destroza el alma. Ese es el principal tema. El único drama.

Mañana me levantaré y caminaré, y caminaré erguido, pero esta tragedia de fondo seguirá en mi mochila durante el resto del viaje. Hasta que empuje mis lágrimas hacia dentro por última vez.


miércoles, 6 de enero de 2016

HACE 80 AÑOS

Mi abuelo era, en 1936, chófer de autobús en una pequeña localidad de la provincia de Castellón. Una noche de finales del mes de julio llamaron inesperadamente a la puerta de su casa, debía realizar un trabajo del que nada sabía. Resultó ser el transporte de una columna militar a Teruel. Con las prisas, olvidó encima de la mesilla su reloj de pulsera, que no sería testigo del tiempo robado. Tenía un hijo de seis años y su mujer estaba embarazada de cinco meses. No conocería a su hija, mi madre, hasta pasados casi tres años cuando regresó a su casa al finalizar la guerra. Desconozco los detalles, pero sé que la muerte le rondó muy cerca.

En estos días reflexiono sobre el instinto de supervivencia que lo mantuvo vivo y en las solitarias noches en las que pensaría en el futuro de su hija que no vería nacer. Noches de terror y de frío intenso. Carreteras llenas de cadáveres y de odio. Me imagino su desesperación por poderse reencontrar con su familia y poder disfrutar de la sonrisa de sus hijos de los que no sabía nada. Pienso en su valentía para enfrentarse a una violencia descomunal, a una tragedia sin límites,  y en la suerte que le permitió salir indemne de los muchos tiros y los muchos muertos que rozaron sus ojos.  La incertidumbre de cada noche por saber si sobreviviría al día siguiente,  al siguiente mes. Su angustiada esperanza de retornar a un ambiente familiar tranquilo, y a su antiguo trabajo al volante de un autobús sin que las balas llenen de agujeros su vehículo.

Tenía fama de ser un hombre rudo y  áspero, pero  que contrastaba con la inmensa ternura y complacencia que mostraba hacia sus hijos y sus nietos y que yo todavía recuerdo. Mi madre no cuenta ningún episodio en que no predomine su carácter servicial y generoso con los suyos. Como si proteger a los suyos fuera la principal lección que aprendió de su desgarradora experiencia en la guerra.

Por otra parte, mi abuela parió en el interior de una cueva. Mi madre pasó sus primeros meses de vida rodeada de miedo, de hambre y de bombas hasta que mi abuela se la llevó,  junto a su otro hijo y a su propia abuela  a un pueblo más seguro, cerca de Valencia. Llevaba dos pesetas encima. Lograron sobrevivir todos y reencontrarse al final de la contienda en una casa convertida en escombros.

Todos los que sobrevivieron a aquella guerra desearían para sus nietos y bisnietos el clima de sosiego y de paz que hemos vivido en las últimas décadas y que su fracaso sirviera para evitar que se volviera a producir aquel odio entre vecinos. Cada noche, antes de acostarme,  hago una visita a los rostros serenos de mis hijos en el confort de su cama y aprecio el enorme valor de la tranquilidad de la que disfruto. Para mis abuelos esta sencilla rutina de cada noche debió ser la máxima expresión de la felicidad.

Existe una corriente ininterrumpida de información genética entre mis antepasados y mis descendientes.  Pero también existe un fino hilo de memoria que guarda el amor protector y las lágrimas derramadas y se extiende desde aquellas personas que se agarraron a la vida en unas condiciones tan extremas hasta el sueño reposado de mis niños ochenta años después.