Era una España con una única cadena de
televisión, en blanco y negro donde Iñigo y su Directíssimo era lo más visto. El
Rey Juan Carlos daría su primer mensaje en la Nochebuena de ese año. Ya estaban
los siempre presentes Julio Iglesias, Raphael, Nino Bravo y Camilo Sesto, junto
con los grupos Fórmula V o Los Diablos. Sergio y Estibaliz actuaron en
Eurovisión y el imperturbable Georgie Dann ya bailaba el Bimbó. En fútbol
estaba Cruyff, Pirri o Claramunt. En otros deportes Eddy Merck, Orantes, o Ángel
Nieto.
Se fumaba Ducados, que no creo que costara más de 15 pesetas, aunque después apareció el Fortuna, con lo que el rubio se hizo accesible para algunos, que no llegaban para el genuino sabor americano de Winston. Los adultos llenaban los bares de una espesa niebla de humo y bebían cognac, Veterano o Soberano. Se jugaba a dominó o a las cartas. Algunos bares olían a puros y a café. Otros a bocadillo de sepia. En todos había máquinas de bolas, con un duro dos partidas si no recuerdo mal, pero todavía no habían llegado las tragaperras. Los preadolescentes ya vestíamos vaqueros, los que podían, Lewis; los más mayores también la pana y la campana y vestidos floreados para ellas. Las señoras mayores vestían de negro y escuchaban “Simplemente María” en la radio de las largas tardes de verano. Los niños, con pantalón corto prácticamente todo el año, seguían cantando con Los payasos de la tele. Heidi, Marco y Pippi Calzaslargas no andarían muy lejos. Ir al cine costaba 3 duros y aún emitían el NODO, con una voz inconfundible. Triunfaba Tiburón de Spielberg y en nuestro país comenzaba la moda del destape con actrices como Amparo Muñoz, Nadiuska, o la bellísima Ornella Muti, mi actriz preferida de aquella época sin ninguna duda, de la que estaba enamorado.
En esta España de hace 40 años, yo era un niño feliz que ya no creía en los reyes magos pero mantenía intacta la inocencia que me hacia vulnerable a los anuncios de televisión, especialmente a los navideños. Turrones que volvían a casa cada navidad, muñecas que se dirigían al portal con cariño y amistad, bebidas que ofrecían mensajes de paz al mundo entero, o las famosas burbujas que te deseaban feliz navidad y próspero año nuevo. En aquel tiempo fue posible que un grupo cantara aquello de Viva la gente y que una preciosa niña a la que no conocía me deseara Felices Fiestas en medio de una fría calle y se me quedara grabado para siempre en mi memoria. Un futuro lleno de excitantes paraísos me esperaban cuando abandonara la niñez y estas fechas de finales de año representaban perfectamente mis mejores e inocentes sueños.
Pasó lo que tenía que pasar, pero recuerdo con infinita ternura el niño que fui. Y recuerdo el entusiasmo que sentí en la fiesta de aquel último día escolar previo a las vacaciones navideñas donde el colegio se convirtió en el ambiente perfecto para intensificar las relaciones sociales con amigos y participar en juegos que mi timidez había impedido hacerlo hasta entonces. Por esos años, sólo en estas fechas se te permitía disfrutar de las noches, que se alargaban hasta los churros con chocolate de la madrugada. Además, las navidades implicaban unas vacaciones escolares que te permitían más horas de juegos y más tiempo rodeado de un ambiente familiar entrañable. La banda sonora de villancicos, el invariable sonido del sorteo de lotería y toda la simbología navideña han permanecido en mi memoria rodeados de nostalgia y sentimientos de concordia y generosidad. Y nada de esto tiene que ver con mis creencias religiosas.
No se sientan presionados socialmente; no compren y no coman más de lo que les apetezca y puedan; no se enfaden ni culpen de todo al capitalismo y no se cabreen con los grandes almacenes; disfruten con la gente que quieren y cuéntenles ficciones agradables a los niños junto al fuego. Mi opinión sobre el género humano se ablanda por unos días y falta que le hace. Ya sé que cuesta encontrar motivos para la alegría, y pueden resultar una autentica ñoñeria estos esfuerzos artificiales. Pero ahora que tengo hijos y sé que si ellos son felices yo también lo soy, intento rodearles de aquel aroma de mi infancia que a mí me hizo feliz. Por eso les deseo que pasen una feliz navidad.
Se fumaba Ducados, que no creo que costara más de 15 pesetas, aunque después apareció el Fortuna, con lo que el rubio se hizo accesible para algunos, que no llegaban para el genuino sabor americano de Winston. Los adultos llenaban los bares de una espesa niebla de humo y bebían cognac, Veterano o Soberano. Se jugaba a dominó o a las cartas. Algunos bares olían a puros y a café. Otros a bocadillo de sepia. En todos había máquinas de bolas, con un duro dos partidas si no recuerdo mal, pero todavía no habían llegado las tragaperras. Los preadolescentes ya vestíamos vaqueros, los que podían, Lewis; los más mayores también la pana y la campana y vestidos floreados para ellas. Las señoras mayores vestían de negro y escuchaban “Simplemente María” en la radio de las largas tardes de verano. Los niños, con pantalón corto prácticamente todo el año, seguían cantando con Los payasos de la tele. Heidi, Marco y Pippi Calzaslargas no andarían muy lejos. Ir al cine costaba 3 duros y aún emitían el NODO, con una voz inconfundible. Triunfaba Tiburón de Spielberg y en nuestro país comenzaba la moda del destape con actrices como Amparo Muñoz, Nadiuska, o la bellísima Ornella Muti, mi actriz preferida de aquella época sin ninguna duda, de la que estaba enamorado.
En esta España de hace 40 años, yo era un niño feliz que ya no creía en los reyes magos pero mantenía intacta la inocencia que me hacia vulnerable a los anuncios de televisión, especialmente a los navideños. Turrones que volvían a casa cada navidad, muñecas que se dirigían al portal con cariño y amistad, bebidas que ofrecían mensajes de paz al mundo entero, o las famosas burbujas que te deseaban feliz navidad y próspero año nuevo. En aquel tiempo fue posible que un grupo cantara aquello de Viva la gente y que una preciosa niña a la que no conocía me deseara Felices Fiestas en medio de una fría calle y se me quedara grabado para siempre en mi memoria. Un futuro lleno de excitantes paraísos me esperaban cuando abandonara la niñez y estas fechas de finales de año representaban perfectamente mis mejores e inocentes sueños.
Pasó lo que tenía que pasar, pero recuerdo con infinita ternura el niño que fui. Y recuerdo el entusiasmo que sentí en la fiesta de aquel último día escolar previo a las vacaciones navideñas donde el colegio se convirtió en el ambiente perfecto para intensificar las relaciones sociales con amigos y participar en juegos que mi timidez había impedido hacerlo hasta entonces. Por esos años, sólo en estas fechas se te permitía disfrutar de las noches, que se alargaban hasta los churros con chocolate de la madrugada. Además, las navidades implicaban unas vacaciones escolares que te permitían más horas de juegos y más tiempo rodeado de un ambiente familiar entrañable. La banda sonora de villancicos, el invariable sonido del sorteo de lotería y toda la simbología navideña han permanecido en mi memoria rodeados de nostalgia y sentimientos de concordia y generosidad. Y nada de esto tiene que ver con mis creencias religiosas.
No se sientan presionados socialmente; no compren y no coman más de lo que les apetezca y puedan; no se enfaden ni culpen de todo al capitalismo y no se cabreen con los grandes almacenes; disfruten con la gente que quieren y cuéntenles ficciones agradables a los niños junto al fuego. Mi opinión sobre el género humano se ablanda por unos días y falta que le hace. Ya sé que cuesta encontrar motivos para la alegría, y pueden resultar una autentica ñoñeria estos esfuerzos artificiales. Pero ahora que tengo hijos y sé que si ellos son felices yo también lo soy, intento rodearles de aquel aroma de mi infancia que a mí me hizo feliz. Por eso les deseo que pasen una feliz navidad.