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martes, 25 de noviembre de 2025

UN ANIMAL QUE LLORA

 (Texto para A propósito del tiempo)

 

Somos la única especie que llora.

Otros animales, cuando se sienten vulnerables, gimen, se encogen, tiemblan, se esconden o buscan compañía. Pero ninguno explica su silencioso dolor dejando caer lágrimas por su mejilla.

Llorar es un extraño privilegio humano. Un gesto difícil de controlar que llega desde lo más hondo del cuerpo y nos desarma. Un gesto revelador de lo que somos: criaturas frágiles, sociales, necesitadas de los otros.

Las lágrimas emocionales no ayudan al cuerpo. No curan, no protegen, no regulan nada esencial. Su función es comunicativa.

La explicación evolutiva no es fácil de intuir, pero parece ser que las lágrimas eran un lubricante ocular. Como tantas veces ocurre en la evolución, un rasgo encontró un nuevo uso: se convirtió en una señal social imposible de ignorar y difícil de fingir. Llorar nos vuelve vulnerables; empaña la visión, nos debilita, nos muestra sin defensa. Esa vulnerabilidad es, precisamente, lo que las convierte en una señal honesta: “Estoy roto. No soy un peligro. Acógeme.”

 

Durante millones de años, en pequeños grupos tribales, llorar fue una invitación poderosa al cuidado. Una petición de ayuda, un aviso de que algo no va bien y necesitamos al otro para recomponernos. Quizá por eso, al ver llorar a alguien, y mucho más si se trata de un bebé o un menor, algo en nosotros responde de inmediato: el cuerpo se inclina, las manos se ablandan, la voz baja. La agresión se disuelve. La ventaja estaba en ser visto llorando.

Pero entonces surge una paradoja: ¿por qué lloramos a solas, cuando no hay nadie que pueda cuidarnos, ni consolar, ni interpretar la señal?

Una explicación es que el cerebro social no se apaga nunca. Incluso en soledad, seguimos simulando interacciones, repasando recuerdos, reviviendo escenas. Lloramos pensando en otro, aunque ese otro no esté. En cierto modo, no lloramos solos: lloramos acompañados por la memoria.

Además, el llanto regula la emoción. Activa el sistema parasimpático, baja la tensión, obliga a respirar de otra manera. No cura nada, pero deshace nudos. Es un reseteo silencioso, un pequeño derrumbe que permite volver a ponerse en pie.

Otra respuesta, más íntima, es que llorar es un ritual del tiempo. Un modo de marcar aquello que ya no volverá: un amor que se apaga, una ausencia que se hace definitiva, un tramo de vida que se cierra sin pedir permiso. Llorar es aceptar la pérdida y, con ella, el paso irreversible del tiempo. No es una debilidad: es una forma de lucidez. Una forma de decirnos a nosotros mismos que algo ha muerto… y que algo, lentamente, empieza a nacer.

Y por eso lloramos incluso cuando nadie nos ve. Para comprender que la angustia y el dolor también forman parte del relato. Que seguimos vivos. Que seguimos, a pesar de todo.

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