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domingo, 9 de noviembre de 2025

El lenguaje y la realidad

 




El lenguaje no es un milagro del pensamiento ni una invención arbitraria de Homo sapiens, sino una herramienta evolutiva que emergió de la necesidad de sobrevivir. Nació como un modo de coordinar acciones, de nombrar lo que era útil o peligroso, de compartir la percepción del entorno. Cuando Homo erectus comenzó a articular sonidos con significado —fuego, agua, árbol— no estaba creando poesía, sino construyendo realidad compartida.


Un árbol que cae, si no hay un cerebro que lo perciba, no hace ningún ruido. Solo cuando varios sistemas nerviosos humanos lo perciben y lo comunican entre sí, la realidad se vuelve común, significativa. Esa capacidad de compartir significados, de convertir la experiencia en símbolo, fue la gran ventaja adaptativa del lenguaje. Gracias a ella aumentó la cooperación, la cultura acumulativa y, con ella, el tamaño del neocórtex.


Por eso el lenguaje es la clave de todo. En él se cruzan biología y pensamiento, cuerpo y cultura. La ciencia continúa esa función original: pensar con palabras ancladas en la realidad, manejar conceptos operativos que describen el mundo tal como es. En cambio, cuando el pensamiento se separa de la realidad —cuando la filosofía se vuelve puro juego verbal— puede ser brillante o entretenido, pero pierde su raíz.


Solo una mirada que comprenda que venimos de los simios, y que el lenguaje nació del grito y del gesto para transformar la materia en significado, puede iluminar de verdad el sentido de lo humano. Sin esa luz evolutiva, cualquier reflexión —por profunda que parezca— queda incompleta.


Escribo esto como eco de una reflexión sobre el origen del lenguaje y el lugar del ser humano en el cosmos. Entender cómo la palabra nació del esfuerzo por sobrevivir es, al fin y al cabo, entender cómo el universo aprendió a hablar de sí mismo.

(Texto pulido por ChatGPT a partir de un texto mío y unas instrucciones y reflexiones mías).

lunes, 27 de octubre de 2025

Intuición y razón en la moral. Una mirada desde la neurociencia

 Las primeras copias del libro que he regalado a mis amigos aún no estaban actualizadas y no son la versión definitiva que se puede comprar en Amazon. He hecho diversas modificaciones y he añadido alguna imagen, además de añadir algún punto nuevo. Por ejemplo este, dentro del bloque de Moralidad:


“Imagine a un bebé observando tres figuras en una pantalla: un triángulo ayuda a un círculo que está subiendo, con esfuerzo, una colina; después un cuadrado lo empuja hacia abajo entorpeciendo el objetivo del círculo . Al ofrecerle elegir, el bebé sonríe y alarga la mano hacia el triángulo “amigo”. Esa simple escena forma parte de un experimento (Karen Wynn) que revela algo profundo: la moral no necesita palabras ni razonamientos. Nace de intuiciones emocionales rápidas, universales y biológicas, que después nuestra razón se encarga de justificar. En esa tensión entre intuición y razón reside el núcleo de cómo construimos sociedades morales. Los estudios recientes en neurociencia cognitiva muestran que la moral no aparece de manera tardía, como fruto exclusivo de la educación o de la religión, sino que hunde sus raíces en lo más temprano del desarrollo humano. Diversos experimentos con bebés de pocos meses revelan una sensibilidad espontánea hacia la cooperación, la ayuda y la justicia. En estos, se  muestra que los niños pequeños reaccionan negativamente ante repartos injustos, incluso cuando no son ellos los perjudicados, o que aprueban el castigo dirigido a quien ha actuado de manera egoísta. Estos y otros hallazgos, recogidos, entre otros, por Mariano Sigman en La vida secreta de la mente, refuerzan la idea de que la moral surge como una intuición emocional previa al razonamiento y es una prueba más de que no somos una tabla rasa al nacer. No necesitamos largas deliberaciones para sentir simpatía por quien coopera ni rechazo por quien abusa: estas disposiciones aparecen en las primeras etapas del desarrollo y están profundamente enraizadas en nuestro cerebro social. La cultura y la educación, por supuesto, moldean esos impulsos, jerarquizando unos valores sobre otros y dotando de normas y símbolos a esa base moral. Pero la existencia de estas inclinaciones universales en los primeros meses de vida demuestra que la moralidad humana no es un mero artificio cultural: es una herencia evolutiva del simio que compartimos todos, el sustrato sobre el que cada sociedad edifica sus sistemas éticos y jurídicos.




 Figura 6.3 ¿A cuál de estas dos figuras llamaría Bouba y a cuál Kiki? ¿a cuál de ellas tendería a atribuir un carácter más amable o benévolo? 


La gran mayoría de niños y adultos de distintas culturas asignan de manera espontánea el nombre “Bouba” a la primera y “Kiki” a la segunda, y otorgan un carácter más amable a Bouba. Lo interesante no es solo la asociación entre forma y sonido, sino el trasfondo: nuestro cerebro tiende a conectar lo sensorial y lo afectivo sin necesidad de aprendizaje explícito. Igual que intuimos que el triángulo que ayuda es “bueno” y el cuadrado que entorpece es “malo”, también atribuimos significados inmediatos a las formas y a los sonidos. Son destellos de una mente que no razona cada decisión, sino que se guía por predisposiciones cinceladas por la evolución. Para terminar, conviene señalar que la neurociencia está empezando a trazar un mapa bastante claro de las regiones cerebrales implicadas en nuestros juicios morales. No existe un “centro de la moralidad”, sino una red distribuida de áreas que trabajan conjuntamente, integrando emoción, razonamiento y empatía. Algunas de las más relevantes son las siguientes:


Principales áreas cerebrales implicadas en la moralidad

Región cerebral

Función en los juicios morales

Corteza prefrontal ventromedial

Integra emoción y razonamiento; clave para valorar la aceptabilidad de las acciones. Su lesión provoca juicios fríos e insensibles.

Amígdala

Detecta amenazas y genera respuestas emocionales intensas, como ira o miedo, ante injusticias y transgresiones sociales.

Corteza cingulada anterior

Señala el conflicto y la dificultad de la decisión moral; actúa como una 'alarma' interna en dilemas complejos.

Unión temporoparietal

Permite ponernos en el lugar de los demás (teoría de la mente), entender intenciones y sentir empatía.

 


miércoles, 17 de septiembre de 2025

LA HERENCIA DEL SIMIO

 Me van a permitir que haga publicidad en esta página del libro que ya está en Amazon, tanto en versión Kindle como en papel en tapa blanda. Les dejo también el enlace a la página del libro en Facebook donde se podrá compartir ideas y añadir información sobre psicología y evolución humana. Saludos 


https://www.facebook.com/share/1bWPxvkesG/?mibextid=wwXIfr




viernes, 12 de septiembre de 2025

EL CEREBRO ANCESTRAL FRENTE A LAS REDES SOCIALES

 No es casual que muchas de las grandes empresas de contenido estén vinculadas a pecados capitales: Netflix explota la pereza, Twitter la ira, Instagram la vanidad, LinkedIn la codicia, Amazon la gula, Pinterest la envidia y PornHub la lujuria.

Mariano Sigman y Santiago Bilinkis en “Artificial “

  1. Nacimos con un cerebro moldeado durante millones de años para vivir en tribus pequeñas, pero hoy ese mismo cerebro se enfrenta a un universo digital sin límites. Las redes sociales, más que una herramienta, son un desafío evolutivo

Los que nacimos en la década de los sesenta crecimos en un entorno en el que la tecnología avanzaba deprisa, tratando de acortar distancias con el resto de Europa. Fuimos testigos de la llegada de innovaciones que transformaron la vida cotidiana: el televisor, que cambió la forma de convivir en familia; la lavadora y el lavavajillas, que aliviaron las tareas domésticas; el coche y el aire acondicionado, que facilitaron la movilidad y el confort; o la televisión en color, oh! o el vídeo doméstico, que nos permitió volver a ver en casa aquellas películas que antes solo podían disfrutarse en el cine.

Todas estas tecnologías tenían algo en común: estaban orientadas a ahorrar esfuerzo, a sustituir trabajo humano,  y a facilitar la subsistencia y el bienestar. Ortega y Gasset lo resumió con claridad: la técnica es un modo de ahorrar esfuerzo.

 Pero los avances actuales que vivimos ahora son distintos. No me refiero tanto a Internet o incluso a la inteligencia artificial, sino a un fenómeno más cotidiano y, a la vez, más perturbador: las redes sociales. 

El teléfono móvil, sin duda, ha traído incontables ventajas. Nos ha facilitado la vida, nos ha abierto puertas culturales y nos ha conectado con el mundo. Sin embargo, las redes sociales poseen una característica singular que las hace diferentes de todo lo anterior. No se trata de ahorrar esfuerzo físico, como hacían la lavadora o el coche, o proporcionar bienestar físico como un sofá con hidromasaje o un mando a distancia, sino de ocupar un espacio central de la vida emocional y social.

El ser humano tiene un impulso biológico, adquirido a lo largo de la evolución, que sirvió para la cohesión del grupo favoreciendo su supervivencia y es la tendencia a relacionarse con los demás, a pertenecer y sentirse aceptado por el grupo. El famoso número de Dunbar señala que nuestro cerebro puede gestionar vínculos significativos con unas 150 personas. Pero con las redes sociales esa frontera natural ha quedado rota: ahora podemos interactuar con miles de desconocidos, en un espacio virtual donde el ansia de contenidos y la búsqueda de dopamina que ocasiona se convierten en un mecanismo adictivo.

Las redes sociales no ahorran esfuerzo: explotan nuestra necesidad de socializar. Y lo hacen con un poder replicador implacable. En el universo, todo lo que se reproduce con facilidad tiende a expandirse: un virus, una célula cancerosa, un ejército de clones, un meme. No importa si es justo o injusto, benigno o maligno; lo que se replica sin freno acaba imponiéndose en el entorno. Así ocurre con las redes sociales, generando necesidades sociales de reconocimiento y contenidos que moldean sus mentes en función de beneficios empresariales o políticos independientemente de la veracidad o del bienestar general de los usuarios. Su principal objetivo es que pasemos el máximo tiempo posible conectados en la red y por eso se replican en la mayoría de móviles del planeta atrapando y manipulando especialmente a los más jóvenes, aunque no solo a ellos. 

Nuestros antepasados solo podían relacionarse con un grupo reducido de personas. Ahora un joven puede quedar expuesto y ser sometido al juicio de miles de personas en cuestión de segundos y quedar atrapado en una dinámica adictiva que no pueda controlar, y que se enfrenta a consecuencias impredecibles.

El resultado es un planeta inundado de tendencias que no encajan bien con el cerebro de Homo sapiens, un cerebro que sigue siendo, en lo esencial, el mismo de hace miles de generaciones. De ahí los riesgos: adicciones, polarización, distorsión de la convivencia, enfermedades mentales o desadaptaciones sociales que apenas empezamos a vislumbrar.

Lo paradójico es que ni siquiera sus propios creadores previeron este desenlace. Muchos ingenieros de Silicon Valley han acabado reconociendo que estas plataformas, diseñadas inicialmente como herramientas de comunicación, han terminado escapándoseles de las manos. Y hoy sabemos que tienen la capacidad de alterar la forma en que pensamos, sentimos y nos relacionamos.

Por eso, más allá de cualquier otra tecnología, considero que las redes sociales son especialmente peligrosas. Porque no solo polarizan y expanden el odio, sino que además convierten a adolescentes en adictos que sustituyen la calidez de las relaciones de carne y hueso por la fugacidad de un “me gusta” en la pantalla. El crecimiento tecnológico es exponencial y los cambios que viviremos en las próximas décadas serán más profundos que los acumulados en muchos siglos anteriores, pero conviene recordar que el cerebro humano sigue siendo el mismo: un cerebro con impulsos biológicos heredados de nuestros antepasados simios. Impulsos que se enfrentan a un entorno que nunca imaginaron.

Por tanto, las redes sociales, y posiblemente también la inteligencia artificial ponen sobre la mesa el mismo dilema: cómo proteger un cerebro ancestral en un mundo que cambia demasiado rápido. La pregunta ya no es solo técnica, sino filosófica y social: ¿cómo seguir siendo humanos en medio de una tecnología que no descansa en facilitarnos la vida, sino en ocupar nuestra mente?


lunes, 8 de septiembre de 2025

Recursos en castellano sobre Psicología Evolucionista


La Psicología Evolucionista es una disciplina consolidada en el ámbito anglosajón, pero en castellano los recursos son escasos y dispersos. La mayoría de la información circula en inglés, y los pocos blogs o páginas que han existido están desactualizados.


He preparado aquí una pequeña guía con algunos de los recursos más interesantes en castellano que se pueden encontrar hoy en día:


  • Ilevolucionista – “La Psicología evolucionista: ¿genera predicciones fuertes?” (2022)
    👉 Ver artículo
  • Medium (Laith Al-Shawaf en español) – “¿Es poderosamente predictiva o está plagada de ‘cuentos de así fue’?” (2020)
    👉 Ver artículo
  • Psychology Today en español – “¿A quién le gusta realmente la psicología evolutiva?” (2021)
    👉 Ver artículo
  • Blogs históricos: La nueva Ilustración Evolucionista (2013) y Evolución y Neurociencias (2016), ya inactivos pero todavía interesantes para explorar.



En castellano hay un vacío evidente en este campo, y creo que merece la pena dar visibilidad a estos espacios y seguir alimentando el debate sobre nuestra naturaleza humana desde la biología y la evolución


lunes, 21 de julio de 2025

Prólogo de “La herencia del simio “




YA DISPONIBLE EN AMAZON EN TAPA BLANDA Y EN VERSIÓN KINDLE.


LA HERENCIA DEL SIMIO

Un ensayo sobre el animal humano 



PRÓLOGO 

¿Quiénes somos, de dónde venimos, por qué sentimos, deseamos, odiamos o creemos? Estas preguntas no son propiedad de la filosofía ni de la religión. Son, ante todo, preguntas naturales. Y como tales, tienen respuestas —o aproximaciones a respuestas— que pueden hallarse observando lo que somos: un primate social, con cerebro grande, historia evolutiva compleja y una biología moldeada por millones de años de selección natural.

Este libro parte de una idea sencilla, pero a menudo evitada: los seres humanos no estamos por encima de la naturaleza, somos naturaleza. No somos el centro del universo, ni el producto de un plan divino, ni el resultado de una voluntad libre y autónoma. Somos un animal más, pero con capacidades singulares que no pueden entenderse sin el marco que nos une al resto de las especies.

Se trata de comprender por qué hacemos lo que hacemos, qué sentido tuvo —o tiene— nuestra conducta en términos de adaptación, supervivencia y reproducción.

Desde esta perspectiva, la guerra y el deporte, el sexo y el amor, la religión y el arte, la educación, la ciencia, la política, la justicia o el lenguaje no son fenómenos aislados, ni inventos culturales desconectados del cuerpo. Son expresiones de una biología sofisticada y profundamente social, que ha evolucionado bajo presiones específicas y que sigue operando hoy, aunque nos guste disfrazarla de razón o espíritu.

Entendernos como animales no nos rebaja. Al contrario: nos libera de ficciones que ya no necesitamos. Nos permite afrontar con realismo los desafíos de nuestra especie en un mundo cada vez más complejo y tecnificado, donde seguimos siendo, en el fondo, lo que fuimos siempre: organismos que luchan por sobrevivir, cooperar, reproducirse y encontrar sentido.

Este libro no ofrece consuelo, ni dogmas, ni fórmulas de salvación. Solo ofrece una mirada: la del ser humano visto desde la perspectiva de la evolución. Una mirada incómoda a veces, pero fértil. Porque solo conociendo nuestras raíces podremos entender nuestros conflictos, nuestras pasiones y nuestras posibilidades.

Bienvenido a este viaje al corazón biológico de lo humano. Al fin y al cabo, comprender lo que somos es lo más humano que podemos hacer.


domingo, 22 de junio de 2025

EL ESPEJISMO HUMANO


En el vasto reino animal no hay paz, solo pulsos de vida devorándose, lucha por conseguir alimentos a partir de otros seres vivos causando dolor y muerte. No hay justicia en los dientes que desgarran, en el hambre que guía los pasos del depredador ni en la presa que se esconde.

La vida para un animal es un instante feroz entre el nacer y el morir, un vaivén de alientos prestados y cuerpos vencidos.

Pero el ser humano, ese primate consciente, alzó templos en el aire y palabras en el viento. Inventó el alma, la eternidad, el derecho a ser feliz. Se creyó distinto, redimido por la cultura e imaginó un mundo justo donde habitar sin miedo, donde la dicha fuera una promesa a su alcance. 

Así, los hijos del siglo XX, después de dos devastadoras guerras, crecieron rodeados de espejismos, bañados en promesas de plenitud, en anuncios que vendían paraísos, en cuentos donde la felicidad era un destino, no una fugaz conjunción de calma y sentido.

Pero el mundo no cambió su rostro por nuestras ilusiones y nuestras lágrimas. La naturaleza, indiferente, sigue dictando sus leyes, insensible a nuestros sueños. El humano se descubre a sí mismo como un animal que piensa, consciente de su paso breve y sin propósito, atormentado por el vacío que deja la promesa incumplida de una dicha que nunca existió y de una felicidad que nunca estuvo garantizada.

En un mundo que no prometió nada y al que nada le importa, el humano, continúa buscando una razón para quedarse en él. Así carga su conciencia: con desasosiego, con preguntas sin respuesta, con el dolor de saberse único en su anhelo, y sin embargo, igual a todos los seres: transitorio, frágil, y mortal