- “Nacimos con un cerebro moldeado durante millones de años para vivir en tribus pequeñas, pero hoy ese mismo cerebro se enfrenta a un universo digital sin límites. Las redes sociales, más que una herramienta, son un desafío evolutivo
Los que nacimos en la década de los sesenta crecimos en un entorno en el que la tecnología avanzaba deprisa, tratando de acortar distancias con el resto de Europa. Fuimos testigos de la llegada de innovaciones que transformaron la vida cotidiana: el televisor, que cambió la forma de convivir en familia; la lavadora y el lavavajillas, que aliviaron las tareas domésticas; el coche y el aire acondicionado, que facilitaron la movilidad y el confort; o la televisión en color, oh! o el vídeo doméstico, que nos permitió volver a ver en casa aquellas películas que antes solo podían disfrutarse en el cine.
Todas estas tecnologías tenían algo en común: estaban orientadas a ahorrar esfuerzo, a sustituir trabajo humano, y a facilitar la subsistencia y el bienestar. Ortega y Gasset lo resumió con claridad: la técnica es un modo de ahorrar esfuerzo. Pero lo que vivimos ahora es distinto.
No me refiero tanto a Internet o incluso a la inteligencia artificial, sino a un fenómeno más cotidiano y, a la vez, más perturbador: las redes sociales.
El teléfono móvil, sin duda, ha traído incontables ventajas. Nos ha facilitado la vida, nos ha abierto puertas culturales y nos ha conectado con el mundo. Sin embargo, las redes sociales poseen una característica singular que las hace diferentes de todo lo anterior. ahí no se trata de ahorrar esfuerzo físico, como hacían la lavadora o el coche, o proporcionar bienestar físico como un sofá con hidromasaje, sino de ocupar un espacio central de la vida emocional y social.
El ser humano tiene un impulso biológico, adquirido a lo largo de la evolución, que sirvió para la cohesión del grupo favoreciendo su supervivencia y es la tendencia a relacionarse con los demás, a pertenecer a un grupo. El famoso número de Dunbar señala que nuestro cerebro puede gestionar vínculos significativos con unas 150 personas. Pero con las redes sociales esa frontera natural ha quedado rota: ahora podemos interactuar con miles de desconocidos, en un espacio virtual donde el ansia de reconocimiento y la búsqueda de dopamina se convierten en un mecanismo adictivo.
Las redes sociales no ahorran esfuerzo: explotan nuestra necesidad de socializar. Y lo hacen con un poder replicador implacable. En biología, todo lo que se reproduce con facilidad tiende a expandirse: un virus, una célula cancerosa, un ejército de clones, un meme. No importa si es justo o injusto, benigno o maligno; lo que se replica sin freno acaba imponiéndose en el entorno. Así ocurre con las redes sociales, que se difunden de manera exponencial, atrapando especialmente a los más jóvenes, aunque no solo a ellos. Nuestros antepasados solo podían relacionarse con un grupo reducido de personas. Ahora un joven puede quedar expuesto y ser sometido al juicio de miles de personas en cuestión de segundos y quedar atrapado en una dinámica adictiva que no pueda controlar con consecuencias impredecibles.
El resultado es un planeta inundado de impulsos y tendencias que no encajan bien con el cerebro de Homo sapiens, un cerebro que sigue siendo, en lo esencial, el mismo de hace miles de años. De ahí los riesgos: adicciones, polarización, distorsión de la convivencia, enfermedades mentales o desadaptaciones sociales que apenas empezamos a vislumbrar.
Lo paradójico es que ni siquiera sus propios creadores previeron este desenlace. Muchos ingenieros de Silicon Valley han acabado reconociendo que estas plataformas, diseñadas inicialmente como herramientas de comunicación, han terminado escapando de las manos. Y hoy sabemos que tienen la capacidad de alterar la forma en que pensamos, sentimos y nos relacionamos.
Por eso, más allá de cualquier otra tecnología, considero que las redes sociales son especialmente peligrosas. Porque no solo polarizan y expanden el odio, sino que además convierten a adolescentes en adictos que sustituyen la calidez de las relaciones de carne y hueso por la fugacidad de un “me gusta” en la pantalla. Y si, como parece, los cambios que viviremos en las próximas décadas serán más profundos que los acumulados en siglos anteriores, conviene recordar que el cerebro humano sigue siendo el mismo: un cerebro moldeado por millones de años de evolución, con impulsos biológicos heredados de nuestros antepasados simios. Impulsos que hoy se enfrentan a un entorno que nunca imaginaron.
Por tanto, las redes sociales, y posiblemente también la inteligencia artificial ponen sobre la mesa el mismo dilema: cómo proteger un cerebro ancestral en un mundo que cambia demasiado rápido. La pregunta ya no es solo técnica, sino filosófica y social: ¿cómo seguir siendo humanos en medio de una tecnología que no descansa en facilitarnos la vida, sino en ocupar nuestra mente?
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